El agua, un asunto de Estado

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Pos, ¿qué creen? Como cada tanto, el agua vuelve a ser un asunto de Estado. Y no porque haya llovido mucho, sino porque no llueve nada. Otra vez estamos en ese capítulo cíclico donde el gobierno de Estados Unidos presiona a México para que cumpla con el Tratado de 1944, ese viejo acuerdo bilateral que, como todo tratado que involucra a nuestro vecino del norte, parece tallado en piedra… para nosotros. El cobro del agua, porque así hay que llamarlo, vuelve a tensar las cuerdas entre la Federación y los estados del norte, particularmente Chihuahua y Coahuila, que son los primeros en sentir en carne viva lo que significa cumplir lo firmado mientras sus presas se vacían a niveles históricamente bajos.

No es la primera vez que Chihuahua se atraganta con este tratado. El conflicto por el reparto del agua ha sido un eterno campo minado entre la entidad y el centro del país. Basta recordar 2020, cuando la lucha por el agua en la presa La Boquilla se tornó violenta y dejó muertos, heridos y, sobre todo, un resentimiento profundo hacia un gobierno federal que, desde la óptica local, no comprendía las necesidades de una región seca, agrícola y olvidada. Esta vez, sin embargo, algo huele distinto.

La gobernadora panista María Eugenia Campos salió de su encuentro con la secretaria de Gobernación, Rosa Icela Rodríguez, con un discurso inusualmente conciliador: respaldo a la presidenta Claudia Sheinbaum, reconocimiento de que este es un asunto que debe negociar la Federación y promesa de cooperación. ¿Qué cambió? Tal vez la llegada de una nueva administración, tal vez la conciencia de que ya no hay espacio para las rupturas regionales, o tal vez —y esto es lo más probable— el agotamiento de una ciudadanía que no puede más con las sequías y necesita certezas más que símbolos.

Mientras tanto, el gobernador de Coahuila, Manolo Jiménez, también se mostró pragmático. Acordó con la Federación suspender el trasvase de agua desde la presa La Amistad, en respuesta a la exigencia ciudadana de proteger el abasto local. Aquí no hay enfrentamiento, sino negociación. Prioridades claras: consumo humano, agricultura, ganadería. Agua para vivir, no para cumplir con cuotas internacionales mientras las presas están en agonía.

En ambos casos, hay un tono de cooperación que sorprende, sobre todo viniendo de dos gobernadores que, al menos en el discurso, no comparten color partidista con la presidencia. Pero parece que la urgencia climática y la presión social han hecho lo que la política no logró durante décadas: sentarse a hablar sin tirarse el agua (ni la culpa) unos a otros.

Aun así, no hay que equivocarse: el problema de fondo persiste. México sigue teniendo una deuda hídrica con Estados Unidos, una deuda que data de hace más de 80 años, firmada en otro mundo, con otro clima, otras prioridades y, sobre todo, otra disponibilidad de agua. Hoy, las reglas siguen siendo las mismas, pero la realidad no. Las sequías en el norte del país son cada vez más severas, las presas se están secando y los agricultores —esos que nos alimentan— están perdiendo sus cosechas.

Y mientras tanto, Washington espera su cuota como si nada hubiera cambiado. El tratado no se cuestiona. No hay flexibilidad, no hay revisión. Y México, como siempre, debe cumplir, aunque en el camino se quiebre la paz social en el norte o se comprometa el abasto humano.

Y es que la mesa de trabajo que se instalará entre los tres órdenes de gobierno en Coahuila es un paso correcto, pero apenas un parche frente a una herida profunda. El verdadero debate es otro: ¿hasta cuándo seguiremos pagando agua con hambre, con desempleo, con migración interna? ¿Cuándo nos atreveremos a sentarnos de nuevo con Estados Unidos y decirle que el mundo cambió, que nuestras presas no alcanzan para todo y que no es justo cumplir a costa de los que menos tienen?

La diplomacia hídrica está en pañales, pero urge que madure. Porque si no lo hacemos nosotros, serán los agricultores, los ganaderos y las familias del norte quienes sigan pagando el precio de un tratado que, como muchos otros, se firmó sin consultar a quienes hoy cargan con sus consecuencias.

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