Pos, ¿qué creen? Por enésima vez, Donald Trump lo hizo otra vez. Sin previo aviso, con esa costumbre suya de castigar a México cuando más le conviene electoralmente, el presidente de Estados Unidos firmó una orden ejecutiva para duplicar los aranceles al acero y al aluminio importado, afectando directamente a su vecino del sur. De 25 a 50 por ciento, como quien gira una perilla para endurecer el castigo y ofrecerlo, como ofrenda política, a los trabajadores de Pensilvania.
No es casualidad. El anuncio fue hecho el 30 de mayo en Pittsburgh, un estado bisagra, bastión siderúrgico y semillero de votos blancos que Trump necesita reconquistar para su reelección. El golpe se consumó este miércoles, apenas iniciaba el día en Washington, apenas eran las 10 de la noche en el centro de México. Una decisión unilateral, sin consulta, sin diálogo, sin diplomacia.
Y es que con el argumento de “proteger la seguridad nacional” —la misma excusa inflada con la que ha cerrado fronteras, militarizado pasos y difamado a los migrantes— Trump aplica esta medida como si México fuese enemigo, no socio comercial. El golpe no es simbólico: pega en una cadena de valor profundamente integrada, afecta a una industria mexicana que no representa ninguna amenaza y daña acuerdos que costaron años construir.
Pero Trump no distingue entre adversarios reales y aliados estratégicos. No le interesa. Lo suyo no es la diplomacia, es el oportunismo. En esta ocasión, dejó fuera del castigo al Reino Unido, porque ya logró un acuerdo bilateral. Es decir: quien se doblegue, se salva. Quien no le rinda pleitesía, como México, paga las consecuencias.
A pesar de que las exportaciones mexicanas de acero representan apenas el 0.26 por ciento del PIB nacional, y aunque Estados Unidos mantiene un superávit de 4 mil millones de dólares con México en productos siderúrgicos terminados, Trump vuelve a vendernos como la amenaza. Incluso cuando somos su principal cliente: en 2024, el 52 por ciento de las exportaciones siderúrgicas de Estados Unidos tuvieron como destino el mercado mexicano.
Resulta y resalta que la Cámara Nacional de la Industria del Hierro y del Acero (Canacero) fue clara: este golpe daña la cadena de valor y la integración regional. Lo justo sería combatir juntos las prácticas desleales de comercio y los subsidios desmedidos de países asiáticos. Pero Trump prefiere la confrontación, la imposición, el espectáculo.
Recordemos que en 2019 ya aplicó gravámenes similares. Entonces, el impacto fue una baja del 10 por ciento en las exportaciones mexicanas de productos metálicos. Hoy, el daño será mayor. Sólo en abril y mayo de este año, la caída ya es del 50 por ciento. Y todavía no se asienta el polvo.
Con esta nueva escalada, Trump vuelve a demostrar que ve a México no como socio, sino como chivo expiatorio. Usa nuestras exportaciones como moneda de cambio para apuntalar su retórica proteccionista, revive la narrativa del “America First” y reaviva tensiones que parecían superadas con la firma del T-MEC.
Lo preocupante no es sólo el impacto económico inmediato, sino el precedente que se fortalece: la relación con México puede ser sacrificada cada vez que Trump necesite un aplauso interno. No hay advertencia, no hay mesa de negociación, no hay aliados en la Casa Blanca. Sólo hay decretos a medianoche, golpes por la espalda y justificaciones que apenas disimulan la manipulación electoral.
Mientras tanto, México enfrenta la disyuntiva de siempre: responder con firmeza, sin romper la mesa, o asumir otra vez el costo de un trato injusto. Trump lanza sus golpes, y el reto, una vez más, será cómo responder sin caer en el juego de su provocación. Pero una cosa es clara: no hay amistad posible con quien no respeta. Y Donald Trump, una vez más, nos lo ha dejado claro.
Por eso somos los rompenueces.
