La guerra es una locura: basta con oír a Trump

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Pos, ¿qué creen? Por más que intentemos ponerle orden, justificación o estrategia, la guerra es, esencialmente, una forma institucionalizada de la locura. Una coreografía del absurdo en la que las naciones se arrojan bombas mientras los líderes se contradicen en tiempo real. Y si alguien duda de ello, basta con repasar las declaraciones de Donald Trump antes y después del anunciado alto al fuego entre Israel e Irán.

Y es que ayer, tras doce días de guerra intensa —drones, misiles, ataques aéreos y muertos en los dos lados— el presidente de Estados Unidos apareció como el mediador que traía la paz. Anunció el alto el fuego con una mezcla de grandilocuencia y espectáculo, asegurando que “nadie saldrá herido” y que los aviones israelíes harían un “amistoso saludo de avión” a Irán. Un comentario que, de no tratarse de una tragedia real con más de 600 muertos en Irán y casi 30 en Israel, parecería una parodia escrita por un guionista cínico.

Pero la tregua no duró, porque ni siquiera llegó a entrar en vigor de forma efectiva. Irán e Israel se acusaron mutuamente de violarla. Según Trump, ambos «lo violaron». Y lo dijo con una mezcla de resignación y teatralidad: “Tengo que conseguir que Israel se calme ahora”. Casi como quien intenta contener a un niño malcriado, y no a un Estado que ha lanzado cientos de bombardeos contra instalaciones nucleares en territorio enemigo.

La guerra entre Israel e Irán no comenzó esta semana ni este mes. Es una guerra larvada que lleva años madurando, acumulando agravios, amenazas y cadáveres. Lo que vimos estos días fue solo una erupción más de una tensión que no cesa. Y que, cada vez más, se libra con tecnología de punta, pero con la misma lógica tribal de siempre: aniquilar al otro antes de que te aniquile.

Israel afirma que logró todos sus objetivos: golpear el programa nuclear iraní. Irán, por su parte, celebra una “victoria” porque, según sus medios, obligó a su enemigo a frenar. Ambos aseguran haber salido ganadores, como si entre los escombros y las cifras de muertos alguien pudiera levantar un trofeo.

¿Y Trump? Oscila entre la euforia y la decepción, porque lamenta que Israel “atacara justo después del acuerdo”, pero también justifica que se sintieran provocados por “un cohete que no cayó en ningún lado”. En el colmo del desconcierto verbal, dice que ambos países “llevan peleando tanto tiempo que no saben qué coño están haciendo”. Un diagnóstico más lúcido de lo que probablemente quiso admitir. Porque esa es la esencia de esta guerra: una repetición ciega de violencia, sin propósito real, sin salida a la vista.

Y sin embargo, en medio de todo esto, se espera que el mundo actúe como espectador pasivo. Que acepte la lógica de los misiles y las represalias como un mal necesario, como si los miles de muertos y heridos —la mayoría civiles— fueran el daño colateral inevitable de un equilibrio geopolítico que ya nadie cree.

Resulta y resalta que no se trata de justificar a uno u otro. Israel tiene derecho a defenderse, e Irán tiene derecho a reclamar soberanía. Pero lo que estamos viendo no es defensa ni soberanía: es una guerra abierta, con miles de víctimas inocentes, y con un lenguaje diplomático convertido en una tragicomedia.

El ministro de Defensa israelí, sin pruebas verificables, acusó a Irán de lanzar misiles tras la hora límite del cese. Irán respondió que los ataques israelíes se prolongaron más de 90 minutos después del inicio del alto el fuego. Las dos versiones se anulan mutuamente y lo único claro es que, mientras tanto, hubo nuevas explosiones en Teherán, más cadáveres, más rabia.

El ciclo sigue. Y la retórica se vacía. Qatar insiste en volver a la mesa de negociación, Washington presiona, y en los noticieros se cuentan las muertes como si fueran estadísticas deportivas. Mientras tanto, Trump se sube al helicóptero rumbo a una cumbre de la OTAN, y lo único que deja atrás es una frase de comedia involuntaria: “Nadie saldrá herido”.

No hay chiste. Solo horror. Y más evidencia de que la guerra no tiene sentido. Lo repito: la guerra es una locura. Y basta con oír a Trump para recordarlo.

Por eso somos los rompenueces.

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