controlan la Sierra Tarahumara Mercenarios, paramilitares y ‘narcos’

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El dominio del tráfico de drogas, personas, minerales y madera ha creado una “sociedad interna” que cuenta con el apoyo de autoridades, explican activistas locales.
Ignacio Alvarado Álvarez/ Multimedios
Ciudad de México.- La serie de asesinatos, que incluyó a dos sacerdotes jesuitas la semana pasada en Cerocahui, es apenas un episodio en una larga historia de crimen e impunidad que vive la Sierra Tarahumara. Desde la instrumentación de la Operación Cóndor, medio siglo atrás, la región ha visto pocos episodios de relativa calma.

El cultivo y trasiego de drogas y narcóticos ha ido ligado al tráfico de personas, de minerales y a la tala y venta ilegal de madera, en un concierto de intereses del que han sido parte las autoridades locales.

Activistas de la región explican que el infierno de los tarahumaras ha sido propiciado en la última década por mercenarios, grupos paramilitares y células del crimen organizado compuestas por civiles de Chihuahua, Sonora y Sinaloa.

Para estrechar las líneas del tiempo en el retrato de una realidad que muy poco ha cambiado en décadas, el activista por los derechos humanos Gabino Gómez propone una revisión a partir de los años 70, cuando se implementó en la región la Operación Cóndor, el instrumento estadunidense que sirvió para que Washington controlara los destinos de la política y crimen latinoamericanos.
Desde entonces, dice el líder de El Barzón en Chihuahua, la fórmula que echó mano de los cuerpos de inteligencia y ejército mexicanos definió el rumbo de violencia e impunidad que perdura hasta hoy.

“La violencia se ha mantenido a pesar de la presencia militar. La convivencia que mantienen los grupos criminales con las fuerzas armadas puede verse desde hace medio siglo”, dice Gómez minutos después de haber arribado a la sala funeraria donde se velan los restos de Pedro Palma, el guía de turistas abatido junto con los sacerdotes jesuitas Javier Campos y Joaquín César Mora.

“Cuando se dio la militarización del país, diversos organismos y personas conocedoras del tema nos pronunciamos en contra. La militarización no es la solución, sino todo lo contrario”.

Jorge Carballo

Alex LeBaron, cuya familia ha padecido los embates de criminales de la región, asegura que “hay un enorme resentimiento a las autoridades de todos los niveles. Hablamos de grupos criminales que nacieron y viven junto a sus familias en la zona, y que se sienten no sólo dueños de pueblos enteros, sino de las actividades legales e ilegales que ocurren dentro de ellos”.

Señaló que se ha convertido en una sociedad interna, la cual ha sido tocada muy poco por los programas sociales y que ahora que hemos visto una política de total impunidad, de brazos caídos, donde no hay persecución, se fortalecen estos sistemas criminales.

“Estos grupos criminales se han apoderado también del cobro de piso, del tránsito turístico, de hoteles, de restaurantes de toda esta región. A ello hay que sumarle toda la producción de materias primas que salen de la sierra de Chihuahua, minerales. Lo que viene a agravar aún más la situación, puesto que les permite a estos grupos obtener recursos que hace 10 años no tenían”.

En los últimos cinco años se ha registrado un promedio de 89 homicidios dolosos en los primeros cinco meses de cada año, mientras que los secuestros se ubican en los 20 casos; sin embargo, estas cifras pueden estar alejadas de la realidad que sufren las comunidades indígenas de la zona Tarahumara, pues según cifras del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi) sólo se denuncian cinco de cada 100 delitos cometidos en Chihuahua.

El Chueco, impunidad
La trayectoria de Gabino Gómez sirve para comprender el propio trazo uniforme del crimen y la violencia, no sólo dentro de esa zona forestal del estado, que abarca casi 17 millones de hectáreas, sino del resto de la Babícora, que se extiende hasta las praderas centrales y la región del noroeste. De un inicio como activista por los derechos del agua, Gómez terminó dedicándose por completo a la asesoría legal y búsqueda de miles de desaparecidos.

Cerocahui es el seccional más emblemático de Urique, uno de los cinco municipios con mayor población indígena en la entidad. Ahí se fundó el primer templo jesuita, en el siglo 17, y salvo un periodo en el que los miembros de la orden se mantuvieron fuera, sus pobladores siempre han vivido bajo su ala religiosa.

Alguna vez productor activo de oro y plata, perdió esa condición al comienzo del siglo pasado. Su economía ha versado entonces sobre el comercio y el turismo, una industria incipiente que apenas recibió inversiones para su joya más acabada: las barrancas del cobre.

Pero lo mismo ahí que en buena parte de la Sierra: la población ha decrecido en la última década, más por la violencia y el crimen que por una economía maltrecha. Si bien las operaciones militares y federales de principios de los 70 hilaron violaciones a los derechos humanos bajo pretexto del combate criminal, las operaciones conjuntas ordenadas por el gobierno de Felipe Calderón elevaron la incidencia de homicidios, desapariciones y desplazamiento forzado en una proporción jamás vista.

En agosto de 2008, un primer suceso violento puso a la zona en el foco público. Aquella ocasión un grupo armado llegó al salón comunal del poblado de Creel en busca de dos sujetos, y terminó asesinando a 13 personas, entre ellas un menor de meses. Las masacres y desapariciones masivas han sido una constante a partir de entonces. Episodios como el de Creel, en la misma línea turística de Cerocahui, enmarcaron la vida de José Noriel Portillo, El Chueco, señalado por las autoridades como responsable del asesinato de los jesuitas, el guía de turistas y dos hermanos beisbolistas a quienes victimó antes, la mañana del lunes 20 de junio.

En la figura de Portillo se tiene una muestra elocuente del hilo con el que se teje el crimen y la impunidad del último medio siglo. En 2014, cuando el presunto asesino contaba 21 años, el grupo de activistas, encabezado por Gabino Gómez, solicitó formalmente su captura, primera de varias que vendrían después.

“Acudimos a una reunión con el entonces delegado de la PGR en Chihuahua, hoy Fiscalía General de la República. Le plateamos el tema concreto del Chueco, que estaba acosando, que estaba demandando, que estaba exigiendo a jóvenes que se incorporaran a su grupo, presionando para reclutarlos o de lo contrario los asesinaba. En ese entonces el delegado nos dijo: es una zona de muy difícil acceso. Para realmente tener algún grado de efectividad se requiere la presencia de todos los órganos de gobierno. Nadie tiene capacidad suficiente”.

El delegado Arturo Peniche se convirtió a la postre en el fiscal estatal con Javier Corral Jurado. En diciembre de 2016, semanas después de asumir como gobernador de Chihuahua, Corral dijo en una entrevista que no tuvo mayor opción para delegar la responsabilidad del cargo.

Peniche fue el mismo fiscal que en 2018, tras el homicidio de un estadounidense llamado Patrick Braxton-Andrew, fue comisionado por Corral para detenerle. La vehemencia discursiva del entonces gobernador terminó en ridículo público. Si alguno de los días tras ese asesinato Portillo se sintió amenazado, el pueblo de Urique nunca se enteró.

“En aquel entonces (el fiscal) solicitó la presencia de helicópteros a la misma policía Federal. Según él, se realizaría un operativo aire-tierra, pero le fueron negados. Después fuimos a hablar con el Ejército para pedirles su intervención en el caso concreto de este señor, del “Chueco”, y el Ejército nos dijo en esa ocasión que ellos no estaban para realizar tareas de seguridad, cuando sabíamos que estaban por miles en las calles. Así ha permanecido desde entonces, en una total impunidad”.

Las razones de fondo para que en el pasado no se haya emprendido ninguna operación formal para capturarlo, difícilmente van a conocerse. Pese a ello, Portillo no deja de ser un simple matón, despiadado si se quiere, pero lejos de ostentar el poder omnipresente que se le confiere.

El cultivo y tráfico de drogas, lo mismo que la tala y comercio ilegal de madera, desapariciones, masacres, es decir, la opresión criminal que ha sufrido la región por décadas, ha ocurrido siempre bajo presencia de militares y legiones de agentes estatales desde años antes de que se estableciera como parte del discurso la idea del “Estado fallido”.

Héctor Tellez

En el verano de 2018 un intercambio de mensajes por redes sociales entre desertores de las fuerzas armadas circuló con una invitación concreta: emplearse para combates clandestinos a lo largo de la línea limítrofe entre Chihuahua y Sonora.

“Me dicen que hay bastante jale en la zona, pero no quiero. Les he dicho que no, y ellos insisten e insisten”, dijo un ex soldado que operó entre 2007 y 2010 en una base militar de la región noroeste del estado, en donde decidió desertar ante la ola de ejecuciones extrajudiciales que presenció.

Mercenarios y paramilitares
La operación de paramilitares y mercenarios es algo que tiene claro Alex LeBaron. Él no duda que detrás del asesinato de parte de su familia se encuentra un grupo como esos, y lo que le ha llevado a plantearse la probabilidad es el cúmulo de intereses que se tejen sobre amplias zonas del territorio que comparten ambas entidades. El alto flujo de capitales es algo que traspasa las fronteras del narcotráfico e incluye la explotación de materias primas, dice.

“Sin lugar a dudas lo que pienso que ha determinado, además del tráfico ilegal, producción y trasiego (de droga), es que hay factores que no se han contemplado con la seriedad ni claridad que deberían para poner en contexto los problemas de la sierra Tarahumara. Y uno de ellos es la tala ilegal, la compra y venta en los aserraderos, el tráfico ilegal de la madera. Es un tema que ha pasado por debajo del radar, particularmente en esta región”.

LeBaron hace referencia también a las operaciones de las fuerzas del Estado que durante años sembraron desolación y violencia en la sierra, y encuentra en ello parte de la violencia posterior que entró al punto de no retorno a partir de la militarización de la estrategia de seguridad.

La versión de la fiscalía de Chihuahua es que, en principio, el Chueco decidió cobrarse la derrota de su equipo de béisbol, hiriendo y llevándose a dos hermanos que jugaron para el equipo rival, de Guadalupe y Calvo. Ante ellos se perdió por 10 carreras a 0.

La masacre de Creel en agosto de 2008 obedeció también a una deuda de juego, aquella vez una carrera parejera.

“Les decía el otro día que hay quienes quieren acabar con nuestro país, pero también les dije que no podrán acabar con nuestra sociedad. Por eso estamos aquí, con esta exigencia fuerte y definitiva de justicia. Han pasado 15 días y no tenemos justicia. Quienes nos encontramos aquí, estamos comprometidos con esta comunidad y caminamos juntos”. Esas fueron palabras que dijo aquella vez otro sacerdote jesuita de larga trayectoria en la Sierra Tarahumara, Javier Ávila, cuya parroquia tiene asiento en esa comunidad del municipio vecino a Urique, Bocoyna.

Ávila fue avisado del asesinato de sus compañeros de orden y amigos entrañables el mismo lunes 20 de junio, varias horas después de sucedido. Utilizó el mismo léxico, mezcla de furia y dolor de hace 14 años, que fue el mismo que empleó en diciembre de 2011, cuando la comunidad indígena moría de hambre porque la ayuda del gobierno federal no llegaba ante el miedo de los retenes y volantas de criminales.

“Todos queremos caminar con un rostro más digno, pero si no hay justicia no hay posibilidades de paz”, terminó por decir entonces a los deudos de Creel.

La dignidad, la justicia y la paz propuesta por el sacerdote siguen sin llegar.

“Hoy, como consecuencia de los delitos de alto impacto que se han registrado, tenemos la intervención de autoridades más importante de los últimos años. Sin embargo, tendría que entenderse que hay una enorme infiltración en los cuerpos policiacos, particularmente sabemos –y todo mundo sabe– que las policías municipales están totalmente controladas. Estamos también ante una región que es zona indígena, y a los indígenas no se les ve con los mismos ojos con que se ven a otras víctimas, como las de ahora”.

Cerocahui basa buena parte de su pobre economía en el turismo. Hablamos de la economía legal. Eso pasa con buena parte de los enclaves en esa parte de la sierra. Puede que como estrategia persuasiva o porque en verdad existía el compromiso, se ha tratado de regresar algo del turismo con la promesa de que ninguna célula criminal se mete con ellos. El turismo europeo no ha vuelto, ni el proveniente de Estados Unidos y Canadá, menos a partir del asesinato de Patrick Braxton-Matew.

“Con el tema de los turistas han habido algunos ataques, robos en algunos casos. Hubo un caso de muy alto impacto, de un extranjero que fue asesinado por este mismo sujeto”, dice Gabino en referencia a Braxton. “Igual que ahora, hubo mucho impacto, mucha publicidad. Intervino la Embajada de Estados Unidos y terminaron por entregar el cuerpo.

Nosotros mismos, en el caso de un compañero defensor que estaba desplazado en la ciudad de Chihuahua, Cruz Soto Caraveo, que fue a cobrar a esa región un recurso del programa de gobierno, un programa ganadero y desaparece, también ejercimos mucha presión, mucha denuncia pública, intervención de organismos internacionales y también fueron entregados (sus cuerpos).

Igual que en este caso (de los sacerdotes) no fueron localizados por investigaciones, sino que han sido pactos. Ojalá que esta entrega no haya sido a cambio de que no lo detengan (al Chueco), que no haya sido solo para bajarle la presión a todo el movimiento que está haciéndose. Ojalá”.

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