Pos, ¿qué creen? Por momentos pareciera que el planeta entero camina sobre una cuerda floja, sostenida por el capricho de dos hombres que jamás pidieron permiso para redefinir el orden global. Donald Trump y Vladimir Putin, dos líderes que actúan como jugadores de ajedrez con piezas de pólvora, siguen siendo protagonistas de una tensión mundial que no da tregua. Esta semana lo han vuelto a demostrar.
Y es que en un arranque de sinceridad, o quizás de estrategia, Trump afirmó que Putin “se ha vuelto absolutamente loco”, tras el masivo ataque aéreo que Rusia lanzó contra Ucrania —el mayor desde que comenzó la guerra. Y es que no es para menos: 300 drones, 70 misiles, 12 muertos, más de 60 heridos, ciudades en ruinas, y una población que ha aprendido a dormir con el zumbido de los explosivos como arrullo. La declaración del exmandatario estadounidense puede parecer una crítica feroz, pero también encierra una advertencia velada: “Siempre he dicho que Putin quiere toda Ucrania, no solo una parte… y si lo logra, eso podría significar la caída de Rusia”.
Paradójicamente, Trump lanza su mensaje mientras amenaza con sanciones nuevas, pero sin dejar de reprender a Zelensky. Como siempre, no hay línea clara en sus posturas, ni brújula fija en su retórica. Es una lógica de conveniencia, de frases que lo mismo incendian que apaciguan, dependiendo del público y de sus intereses políticos del momento.
Con Putin no se sabe si está calculando una jugada geoestratégica o simplemente operando desde la obsesión imperialista. Con Trump tampoco se sabe si está preocupado por la paz mundial o simplemente capitalizando el caos para su regreso electoral. Ambos, en distintas trincheras, han demostrado que su imprevisibilidad no es un error: es su sello, su método.
Mientras tanto, en medio de las explosiones, se produjo el mayor intercambio de prisioneros desde que comenzó la invasión rusa: mil por mil. Un acto humanitario que, más que esperanza, parece un parche frágil sobre la gangrena de una guerra sin horizonte. Zelensky pide más sanciones, Putin avanza en territorio enemigo, y Trump escribe en redes sociales como si el destino del mundo fuera una partida de Monopoly.
Resulta y resalta que Putin habla de “zonas sanitarias” y “seguridad para civiles rusos”, mientras sus misiles destrozan viviendas ucranianas. Trump, desde su plataforma Truth Social, parece más interesado en recalcar que “él tenía razón” sobre las intenciones de Moscú, que en proponer salidas realistas al conflicto. Así se construyen las tensiones del siglo XXI: entre algoritmos, narcisismo político y misiles hipersónicos.
La tragedia es que millones de vidas dependen de dos figuras que no conocen la moderación. Uno, desde el Kremlin, despliega drones con precisión quirúrgica para aniquilar infraestructura; otro, desde Florida, despliega frases incendiarias con la misma falta de contención. Ambos hacen del espectáculo una forma de poder. Pero el mundo, en cambio, no está para más funciones de circo.
Hoy Ucrania arde mientras el mundo contiene la respiración. No porque no haya líderes capaces de actuar con mesura, sino porque todavía hay quienes aplauden —y hasta votan— por los que hacen del caos una estrategia. Con Trump y con Putin, la paz es una promesa difusa, y la guerra, una amenaza constante.
Por eso somos los rompenueces.