¿Pos, qué creen? Donald Trump volvió a hacer lo que mejor sabe: agitar la relación con México como si fuera una piñata electoral. Y cuando no es por los migrantes que cruzan “en caravanas”, ni por el “veneno” del narcotráfico que, según él, inunda las calles estadounidenses, ahora le toca al agua. Sí, el agua. La misma que compartimos a través del Tratado de 1944, firmado cuando el mundo aún lidiaba con la Segunda Guerra Mundial y nadie imaginaba que, casi un siglo después, un magnate metido a político usaría ese acuerdo como amenaza de campaña.
Esta semana, el expresidente y actual candidato republicano volvió a sacar la espada y, desde su trinchera en Truth Social, acusó a México de incumplir con su parte del tratado al deber 1.3 millones de acres-pie de agua a Texas. Una cifra que suena rimbombante y, claro, perfecta para avivar el enojo rural estadounidense. Incluso aseguró que tuvo que cerrar el único ingenio azucarero en esa región por culpa de nuestra sed —o más bien, por nuestra falta de escurrimientos.
A Trump no le bastó con señalar el déficit, también amenazó con imponer aranceles e incluso sanciones económicas si no se cumple el envío de agua. El nuevo “villano” en su narrativa: el campo mexicano sediento y desordenado.
Pero la película tiene más matices. Porque si bien es cierto que México arrastra un incumplimiento —y no es la primera vez—, el mismo tratado contempla la posibilidad de reponer ese faltante en el siguiente quinquenio cuando ocurren fenómenos extraordinarios como, por ejemplo, una sequía brutal. Y eso, justamente, es lo que hemos vivido los últimos tres años.
Por si fuera poco, la respuesta del Gobierno mexicano no se hizo esperar. Claudia Sheinbaum, presidenta de México, explicó que ya se envió una propuesta integral al Departamento de Estado para abordar el problema. Una solución diplomática y técnica, como corresponde a una relación binacional que se cuece entre ríos, comercio y geopolítica, no entre tuits incendiarios (o truths, como les dice Trump).
Pero claro, en el mundo trumpiano no hay espacio para los matices. Todo es blanco o negro, muro o invasión, arancel o castigo. Y ahora, agua o sequía.
Y es que lo curioso —y preocupante— es que esta narrativa no es nueva. Cada vez que Trump necesita mover su base electoral, México se convierte en el comodín perfecto. No importa si el tema es migración, crimen, fentanilo o, como ahora, el agua. Siempre habrá un “peligro mexicano” que justificar, y una amenaza con sombrero que señalar. Es la misma lógica del “make America great again”, pero con nuevos accesorios.
Trump ha logrado convertir los acuerdos bilaterales en armas de campaña, y cada elección se siente como una renegociación hostil. Esta vez, le tocó al líquido vital. Mañana, quién sabe. Tal vez el aire, o el polvo del desierto.
Lo cierto es que esta frontera necesita puentes, no amenazas; acuerdos, no gritos. Porque el agua no entiende de nacionalismos ni de urnas, y sin ella, ni los campos texanos ni los del norte mexicano tendrán futuro. Pero claro, eso no cabe en una publicación de campaña.