El eco de Hiroshima suena en Irán

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Pos, ¿qué creen? La impunidad se normaliza cuando la comunidad internacional calla. Israel, amparado por décadas de silencio occidental, dio el salto del genocidio en Gaza —más de treinta mil muertos, hospitales pulverizados— a la agresión directa contra Irán. La madrugada del 13 de junio Tel Aviv activó la Operación “León Naciente”: doscientas aeronaves y enjambres de drones bombardearon Natanz, Tabriz y las afueras de Teherán, destruyendo centros nucleares y bases de la Guardia Revolucionaria.

El ataque, presentado como “preventivo”, empujó al mundo al abismo nuclear. Irán respondió con misiles sobre Haifa y Tel Aviv, mientras milicias aliadas amenazaron incendiar las bases que albergan tropas estadounidenses.

Cada explosión trae el eco de Hiroshima: un chispazo basta para calcinar la civilización. Washington lo sabe. Donald Trump, que regresó a la Casa Blanca con promesas de evitar guerras “interminables”, confesó a ABC News que Estados Unidos “podría involucrarse” si el fuego se descontrola, aunque propuso a Vladímir Putin como mediador.

La declaración desnuda el cinismo de una superpotencia que financia el arsenal israelí y luego finge neutralidad.

No es diplomacia fallida; es la consecuencia lógica de haber permitido durante años que Israel ejerza la violencia como prerrogativa divina. En Gaza vimos el manual completo: asedio total, bloqueo de ayuda humanitaria y el hambre como arma política. Cualquier gobierno que actuara así estaría en La Haya. Tel Aviv, en cambio, recibió municiones extra y la indulgencia europea. Ese precedente alentó la ofensiva contra Irán.

Hoy, la Casa Blanca intenta contener un incendio que ella misma alimentó. El Pentágono calcula que un intercambio de ojivas sobre el golfo Pérsico paralizaría el comercio mundial y desataría hambruna planetaria en semanas. Pero la aritmética estratégica se estrella con la matemática de la injusticia: en Gaza no existen escudos antimisiles; en Teherán, los refugios se reservan para una élite; en Israel, la población civil paga la factura de un liderazgo obsesionado con la fuerza bruta.

Frente a este tablero, la Unión Europea expresa “profunda preocupación”, la ONU emite resoluciones que nadie cumple y los mercados celebran el alza del petróleo.

La pedagogía que se impone es brutal: se puede bombardear y ocupar si se tienen aliados poderosos. La lección es tan clara como intolerable: la injusticia sin freno acaba en catástrofe global.

Mientras escribo, los incendios en Isfahán aún arden y las sirenas retumban en el Mediterráneo. Cada misil quiebra un poco más la arquitectura que nos salvó de la aniquilación durante setenta años. Si el mundo tolera la impunidad israelí, la palabra “genocidio” dejará de ser metáfora para convertirse en epitafio colectivo.

Todavía hay margen para impedirlo, pero exige valor: un embargo inmediato de armas a Israel, el reconocimiento judicial del crimen de genocidio en Gaza y negociaciones multilaterales que incluyan, sí, a Irán, pero también a la sociedad palestina y a los pueblos árabes que la diplomacia suele excluir. De lo contrario, la próxima columna será la crónica póstuma de nuestra especie.

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