Pos, ¿qué creen? Por años, las remesas enviadas desde Estados Unidos han sido un salvavidas económico para millones de familias mexicanas. No solo representan ingresos, sino dignidad y esperanza en estados como Guerrero, Oaxaca, Chiapas o Michoacán, donde las transferencias superan incluso a la nómina del empleo formal. Hoy, esa esperanza está bajo ataque. Y no es un ataque económico, sino político y racista.
Resulta y resalta que la reciente aprobación en comité del Congreso estadounidense de un proyecto de ley republicano para imponer un impuesto del 5% a las remesas no es una medida fiscal: es un castigo. Una muestra de desprecio institucional hacia los trabajadores migrantes, especialmente aquellos sin ciudadanía, que sostienen buena parte de la economía estadounidense desde los márgenes. El mensaje es claro: no importan sus impuestos locales, ni sus largas jornadas laborales ni sus aportaciones a la sociedad. Su pecado es existir sin papeles. Y por eso deben pagar.
La justificación detrás de esta propuesta —financiar medidas de “seguridad fronteriza”— no se sostiene ni en términos económicos ni éticos. El propio Banamex advierte que la recaudación sería limitada y no cubriría ni remotamente las propuestas anunciadas. Se trata, entonces, de una medida simbólica, pero profundamente dañina. Es, como lo dijo García Márquez de otros contextos, “una forma más de crueldad organizada”.
La política migratoria de Estados Unidos, bajo la retórica de Trump, ha mutado en una maquinaria de exclusión. Este impuesto es otra cara del muro: un muro invisible, financiero, que afecta directamente a quienes se sacrifican lejos de su tierra para que sus familias puedan comer, estudiar y sobrevivir. Es, también, una forma institucional de racismo. Porque este impuesto no toca a ciudadanos estadounidenses ni a quienes transfieren capitales millonarios. Solo a los pobres, a los indocumentados, a los que ya pagan con sudor su estadía y ahora deberán pagar también por enviar ayuda.
Y es que el golpe es doble porque afecta a los trabajadores allá y a sus familias acá. El área de estudios económicos de Banamex estima una caída en el flujo de remesas que podría representar hasta el 0.1% del PIB nacional. Tal vez parezca poco para Washington, pero para miles de hogares mexicanos significa menos comida en la mesa, menos medicamentos, menos escuela para los niños. Significa retroceder.
Y por si fuera poco, este impuesto amenaza con fomentar aún más la informalidad financiera, incentivando métodos de envío menos seguros y menos rastreables, que podrían caer fácilmente en redes de extorsión o crimen. En vez de facilitar la inclusión económica, se siembra el miedo, la incertidumbre y la desconfianza.
Este proyecto legislativo no es solo un error económico o político. Es una vergüenza moral. Es un recordatorio de que para ciertos sectores del poder en Estados Unidos, la dignidad humana es negociable según el color de piel, el idioma que se hable o el pasaporte que se tenga.
México no debe quedarse callado. Nuestros diplomáticos deben alzar la voz. Las autoridades deben estar preparadas para proteger, respaldar y ofrecer alternativas a quienes se verán afectados. Y nosotros, como sociedad, debemos comprender que este no es un tema “de allá”. Es un ataque directo a los nuestros. A los que se fueron por necesidad, no por gusto. A los que con sus remesas han sostenido economías regionales que el propio Estado mexicano ha olvidado.
Hoy, más que nunca, debemos defender la dignidad de los migrantes. Porque si tocar a uno es tocar a todos, entonces gravar sus remesas es gravar nuestra esperanza.
Por eso somos los rompenueces.