Pos, ¿qué creen? Han pasado dos años desde aquel 7 de octubre de 2023 que Benjamin Netanyahu y sus aliados occidentales convirtieron en mito fundacional de su más reciente cruzada militar. Ese día, en efecto, fue brutal: la ofensiva de Hamas contra comunidades israelíes del sur dejó centenares de muertos y rehenes, y abrió una herida profunda en la memoria israelí. Pero el tiempo —ese juez implacable que desnuda la hipocresía— ha dejado al descubierto que el “dolor” del gobierno de Netanyahu ha sido utilizado como licencia para cometer uno de los genocidios más documentados de nuestra era.
Hoy, mientras en Tel Aviv unas 30 mil personas se congregan para recordar a los secuestrados, en Gaza no hay espacio para ceremonias: sólo escombros, polvo y silencio. Netanyahu insiste en que “seguirá actuando para lograr todos los objetivos en la franja de Gaza”, lo que en su lenguaje significa seguir matando civiles, seguir demoliendo hospitales, seguir cercando a un pueblo que ya no tiene agua ni esperanza. En nombre de la “seguridad nacional”, Israel ha borrado ciudades completas y reducido a polvo la vida de más de 40 mil palestinos, la mitad de ellos niños.
Y es que el presidente Isaac Herzog habla del “día en que el alma de Israel fue destrozada”. Pero ¿qué queda del alma de un país que bombardea campos de refugiados, que bloquea la entrada de medicinas, que dispara contra convoyes de ayuda humanitaria? ¿Qué clase de espíritu sobrevive cuando su gobierno utiliza el lenguaje de la fe para justificar el exterminio de un pueblo entero? La “valentía de nuestros soldados”, como la llamó Herzog, se traduce en tanques avanzando sobre ruinas y drones cazando a desplazados que sólo buscan un poco de pan.
Netanyahu, al agradecer al presidente estadounidense Donald Trump —quien ha vuelto a hacer de la guerra un espectáculo electoral—, deja claro que su alianza con Washington no busca la paz, sino la perpetuación del negocio bélico. Mientras el mundo asiste horrorizado al colapso de Gaza, el primer ministro israelí se aferra a un discurso mesiánico, revestido de supremacía moral. “Seguiremos actuando”, repite, como si la destrucción sistemática de un pueblo fuera una virtud, no un crimen.
Resulta y resalta que el cinismo alcanza niveles grotescos cuando Netanyahu amenaza con “golpes devastadores y sin precedente” a “quienquiera que nos levante la mano”. Lo dice él, que mantiene una de las fuerzas armadas más poderosas del planeta, financiada y armada por Estados Unidos. Lo dice él, que ha lanzado más bombas sobre Gaza en un año que las que se lanzaron en toda la guerra de Irak. En ese espejo distorsionado, Israel ya no se ve como una nación, sino como un imperio que se alimenta del miedo.
Mientras tanto, las familias de los rehenes —los mismos que Netanyahu promete liberar en cada discurso— se enfrentan a su propio gobierno. Lo acusan de mentir sobre las cifras, de manipular el dolor ajeno, de utilizar la tragedia como instrumento político. “Cada uno de ellos es un mundo”, dijeron los familiares, recordándole al primer ministro que ni los vivos ni los muertos pueden reducirse a una estadística. Pero en la lógica de Netanyahu, cada mundo palestino destruido es un precio aceptable; cada niño enterrado bajo los escombros, un “daño colateral”.
Israel se conmemora a sí mismo mientras Gaza agoniza. Celebra la “resistencia de su pueblo” mientras aplasta la de otros. Y el mundo, salvo honrosas excepciones, calla. La ONU ha sido incapaz de detener las matanzas; Europa balbucea sanciones que nunca llegan; y Estados Unidos, cómplice eterno, sigue blindando políticamente a su aliado con el mismo cinismo con que antes lo hizo con Arabia Saudita o Sudáfrica en tiempos del apartheid.
Netanyahu habla de “sanación”, pero no hay sanación posible cuando se niega la humanidad del otro. Galit Dan, madre de una niña asesinada por Hamas, dijo en Tel Aviv: “Queremos vencer el miedo y encontrar esperanza. Superar el odio y reconectar con nuestra humanidad”. Su voz debería ser escuchada más allá de las fronteras de Israel. Porque sólo desde ese reconocimiento —el del dolor compartido, el del duelo que no pide venganza— puede abrirse un camino de verdad.
Pero ese camino no interesa al gobierno israelí, que ha convertido el miedo en su principal herramienta de poder. El terror de Hamas le sirvió para legitimar su propia barbarie. Hoy, cada misil sobre Gaza es un mensaje interno: “seguimos fuertes, seguimos unidos”, cuando en realidad Israel está más dividido que nunca. Miles de israelíes marchan cada semana exigiendo la renuncia de Netanyahu, hartos de una guerra que no tiene propósito más allá de su supervivencia política.
La historia juzgará a quienes, desde el poder o desde la indiferencia, avalaron esta masacre. Cuando el polvo se asiente y el mundo mire de frente los cadáveres de Gaza —los bebés en las incubadoras destruidas, los médicos muertos junto a sus pacientes, los cuerpos aún bajo los escombros—, será imposible seguir llamándolo “conflicto”. Será recordado por su nombre verdadero: genocidio.
Por eso somos los rompenueces.









