Pos en los últimos días, hemos presenciado un episodio que resuena con un eco histórico de la vieja política intervencionista de Estados Unidos en los asuntos internos de otras naciones. En esta ocasión, el blanco de la injerencia ha sido México, cuyo gobierno ha tenido que enviar una nota diplomática de protesta en respuesta a las declaraciones del embajador Ken Salazar sobre la reforma al Poder Judicial impulsada por el presidente Andrés Manuel López Obrador. Este incidente pone de manifiesto, una vez más, la delicada línea que separa la cooperación internacional del intervencionismo, y la necesidad de que los países mantengan su soberanía y autodeterminación en temas cruciales como la justicia.
El embajador Salazar advirtió sobre los supuestos riesgos que la reforma judicial mexicana podría representar para la relación comercial entre ambos países, en particular, al mencionar la elección directa de jueces y magistrados. Según sus palabras, esto amenazaría la confianza de los inversionistas en el marco legal de México y, de manera alarmante, insinuó la posibilidad de que los cárteles de la droga pudieran intervenir en el proceso. Esta declaración, además de ser un claro ejemplo de injerencia, revela una profunda falta de entendimiento de la realidad política y social de México.
Primero, es necesario abordar la premisa básica de la reforma judicial. La propuesta del presidente López Obrador busca democratizar y limpiar un Poder Judicial que, durante décadas, ha sido acusado de corrupción, favoritismo y falta de independencia. En un país donde el acceso a la justicia ha sido históricamente desigual, una reforma que permita la elección popular de jueces y magistrados podría representar un paso significativo hacia un sistema judicial más transparente y equitativo. Sin embargo, parece que para algunos sectores de la política estadounidense, esta democratización supone un riesgo, no para la justicia en México, sino para los intereses económicos que gravitan en torno a la estabilidad percibida del país.
Resulta y resalta que la declaración del embajador Salazar no solo es desafortunada por su contenido, sino también porque revela un desconocimiento profundo de la historia y la cultura política mexicana. México ha luchado durante siglos por su independencia y soberanía, y cualquier intento de intervención extranjera en sus asuntos internos es visto, con razón, como una amenaza a esos principios fundamentales. Esta actitud injerencista de Estados Unidos, que ha sido una constante a lo largo de su historia, no tiene cabida en el contexto actual de relaciones bilaterales que se supone están basadas en el respeto mutuo y la cooperación.
Es irónico que el presidente López Obrador, quien ha sido crítico de la política exterior estadounidense, haya tenido una relación más respetuosa con el expresidente Donald Trump, a pesar de su retórica agresiva durante la campaña electoral. Trump, en su mandato, mostró una notable contención al no intervenir en los asuntos internos de México, lo que permitió que ambos países mantuvieran una relación estable y constructiva, particularmente en el ámbito comercial con la firma del T-MEC. Por el contrario, bajo la administración de Joe Biden, que en principio se comprometió a mantener una política de respeto hacia México, hemos visto señales preocupantes de un retorno a las viejas prácticas injerencistas.
Y es que el presidente López Obrador, pues, ha sido claro al expresar su rechazo a cualquier forma de intervención extranjera en asuntos que competen exclusivamente a los mexicanos. La soberanía de un país no es negociable, y menos cuando se trata de decisiones tan fundamentales como la reforma de su sistema de justicia. La respuesta del gobierno mexicano, a través de la Secretaría de Relaciones Exteriores, ha sido firme y adecuada, recordando a Estados Unidos que la relación entre ambos países debe basarse en el respeto mutuo y en la no intervención.
Por eso la postura del embajador Ken Salazar no solo es un desliz diplomático, sino que también pone en peligro la estabilidad de las relaciones entre México y Estados Unidos. Si bien es cierto que ambos países comparten una relación económica y política compleja, esta debe estar fundamentada en el respeto a la soberanía y en la autonomía de cada nación para decidir su propio destino. La reforma judicial en México es un asunto que compete exclusivamente a los mexicanos, y cualquier intento de influir en este proceso desde el exterior debe ser rechazado contundentemente. Estados Unidos debe entender que, en un mundo globalizado, el respeto por la autodeterminación es la base de cualquier relación internacional saludable y duradera.