La oposición pierde su último baluarte jurídico

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Pos con la publicación de la reforma constitucional en el Diario Oficial de la Federación, ayer, un capítulo decisivo en la historia política de México se ha escrito, pues. Esta reforma, que consagra la “supremacía constitucional”, marca un antes y un después en la capacidad de la oposición para frenar los cambios promovidos por el gobierno de la Cuarta Transformación. Con la entrada en vigor de esta enmienda, el país se dirige hacia un modelo en el que la Constitución queda fuera del alcance de los tradicionales recursos legales utilizados por las élites para obstaculizar políticas de interés público. La supresión de amparos, controversias y recursos jurídicos contra reformas constitucionales en defensa de intereses particulares significa, en pocas palabras, que la oposición ha perdido su más potente herramienta de bloqueo.

Y es que desde el principio, esta reforma avanzó a toda velocidad, como si el reloj de la historia marcara cada segundo con urgencia. El proceso legislativo fue, en efecto, vertiginoso. En menos de 24 horas, la Cámara de Diputados, el Senado y 23 congresos locales dieron su visto bueno. Se trata de una acción sin precedentes en la vida política del país, cuyo desenlace no solo redefine las posibilidades de acción de la oposición, sino que también obliga a replantearse el papel de las instituciones y su función de intermediación entre el poder y el ciudadano. En el Senado, el morenista Ricardo Monreal Ávila lo dejó claro: «Es la reforma de supremacía constitucional más profunda en 200 años de vida del país. Nadie se atrevió y nadie tenía la mayoría calificada que el pueblo nos concedió.»

Resulta y resalta que es que esta medida legislativa responde a una situación que se venía gestando desde hace tiempo. Para muchos, es el golpe final a una estrategia que, por años, había permitido a las élites económicas y políticas mantener sus intereses a salvo detrás de complejos entramados legales. La coalición opositora, formada por PAN, PRI y MC, ha jugado constantemente al freno y al bloqueo, utilizando amparos y controversias constitucionales como barricadas contra un proyecto de nación que amenaza con redistribuir los recursos de un país históricamente polarizado. Sin embargo, como bien mencionó Ignacio Mier, vicecoordinador de Morena, detrás de cada uno de estos recursos jurídicos no había una defensa genuina del interés público, sino una necesidad imperiosa de preservar los privilegios que les otorgaba la “fuerza del sistema”.

Este nuevo orden jurídico abre un espacio en el que los grandes temas nacionales podrán abordarse con menos distracciones y menos ruido de fondo, algo que, guste o no, dotará de estabilidad a la vida política del país. La oposición ha perdido, de hecho, su último asidero para parar los proyectos de la 4T. Alejandro Moreno Cárdenas, líder del PRI, reaccionó con un exabrupto cuando el presidente del Senado, Gerardo Fernández Noroña, formuló la declaratoria de constitucionalidad: subió al presídium para exigir que no se cerrara el debate, en una de las escenas más tensas y caóticas de la jornada, dejando en claro que la pérdida de este recurso ha tocado una fibra sensible.

No obstante, lo que quizá la oposición no ha terminado de entender es que el amparo, como lo conocíamos, no ha desaparecido. La reforma no elimina este derecho, ni las acciones de inconstitucionalidad ni las controversias constitucionales. Siguen existiendo, pero con una restricción clara: no podrán ser empleados para socavar modificaciones a la Constitución. Quedan así preservadas para otros temas, pero lo que resulta inviable ahora es convertir la ley máxima en una herramienta de bloqueo, amparados en tecnicismos legales que, en última instancia, contradicen el principio democrático.

Resulta y resalta que algunos senadores de Morena, como Adán Augusto López Hernández, han señalado que esta reforma representa un paso necesario hacia una justicia popular, al recordar las palabras de Mariano Otero, creador de la Ley de Amparo, quien en el siglo XIX expresó su convicción de que “en este país no debe existir el gobierno de los jueces, sino el gobierno del pueblo”. Este es, sin duda, el espíritu que busca recuperar la reforma de supremacía constitucional.

En este contexto, el nuevo esquema permitirá al Gobierno avanzar en reformas estructurales que toquen temas medulares sin la espada de Damocles que solía ser el amparo masivo. La oposición, que durante años se sirvió del andamiaje jurídico para torpedear proyectos de ley, hoy se enfrenta a un escenario en el que tendrá que modificar su estrategia y quizá mirar hacia otros espacios de influencia que no involucren recursos legales. Esto no significa, de ninguna manera, que deba renunciar a su labor de vigilancia y crítica, pero el juego ha cambiado.

La Cuarta Transformación, en definitiva, ha dado un paso audaz al eliminar de raíz una de las barreras históricas para la implementación de sus políticas. La disidencia tiene aún su espacio y su voz, pero la forma en que el país concibe el respeto a la Carta Magna y la soberanía popular ha sido redefinida.

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