Pos, ¿qué creen? Por momentos, la democracia estadounidense se parece a una película de horror. No por sus instituciones, ni por sus ciudadanos, sino por los delirios de grandeza de quien ocupa la Oficina Oval. Donald Trump, más que presidente, se comporta como un caudillo en campaña perpetua, movido no por los principios del Estado de derecho, sino por el capricho del ego y el hambre insaciable de control. Su más reciente arrebato —el despliegue de marines en las calles de Los Ángeles— es apenas el síntoma más visible de una enfermedad más profunda: el autoritarismo vestido de seguridad nacional.
El lenguaje lo delata. Habla de “invasión migrante”, de “rebelión”, de “izquierda radical” y “traición” como si el país que gobierna estuviera bajo sitio. Pero no hay tropas extranjeras, ni células terroristas, ni motines armados. Lo que hay es descontento social, protesta legítima y resistencia civil ante políticas que violentan derechos humanos y fragmentan familias. Y frente a eso, el comandante en jefe responde con botas militares, con amenazas, con la Ley de Insurrección —una reliquia de 1807 que pretende resucitar para aplastar la disidencia.
Resulta y resalta que lo más grave no es el despliegue físico de los marines, sino el despliegue simbólico del miedo. Trump convierte a los soldados en actores de una escena diseñada para imponer obediencia y castigar el desacuerdo. Su narrativa apunta a criminalizar al migrante, al manifestante, al gobernador disidente y hasta a los jueces. En su lógica binaria, o estás con él, o eres parte del enemigo. Y en esa trampa retórica se diluye la separación de poderes, el respeto a las autonomías estatales y la esencia misma del pacto federal.
Mientras tanto, el Pentágono obedece, aunque murmura dudas, porque las fuerzas de la Guardia Nacional, tradicionalmente una herramienta de apoyo en desastres naturales, se convierten en policías del régimen. Hoy es Los Ángeles; mañana podría ser cualquier ciudad que alce la voz. Trump quiere probar hasta dónde puede estirar los límites sin que se rompa la cuerda. Lo ha hecho antes: con decretos migratorios, con órdenes ejecutivas, con ataques a la prensa, con la cooptación del aparato judicial.
La excusa es siempre la misma, la ley y el orden, pero lo que busca imponer no es ley, sino su ley; no es orden, sino obediencia. Y lo hace desde un lugar peligroso: la impunidad. Sabe que el miedo es una herramienta poderosa, y que la confusión, la polarización y el espectáculo le funcionan más que la verdad. Mientras denuncia conspiraciones extranjeras, es él quien conspira contra la Constitución. Mientras acusa a alcaldes de sabotaje, es él quien sabotea el tejido social.
Estamos ante un experimento inquietante, debido a que el presidente de Estados Unidos ensaya el uso de fuerzas militares para reprimir manifestaciones internas, al tiempo que utiliza su megáfono digital para justificarlo todo bajo el manto del “ataque a la patria”. Pero, ¿quién define qué es la patria? ¿Quién decide cuándo comienza la rebelión? ¿Dónde termina la seguridad y empieza la dictadura?
Hoy, como ayer, el autoritarismo no llega de golpe, sino por goteo. Un tuit aquí, una orden ejecutiva allá, una narrativa de guerra que convierte al adversario político en enemigo existencial. Y cuando menos lo esperamos, el presidente ya no rinde cuentas, sino que las cobra.
Trump no gobierna, Trump impone, no persuade, él aplasta, no escucha, grita. No busca soluciones. Una señal clara de que, cuando el poder se vuelve sordo y violento, lo que peligra no es sólo la estabilidad política, sino la idea misma de libertad.
Porque el verdadero enemigo de la democracia no está en las calles. Está en el despacho oval, dictando órdenes como si el país fuera suyo.
Por eso somos los rompenueces.