Pos, ¿qué creen? El final del breve pero mediático paso de Elon Musk por el Departamento de Eficiencia Gubernamental (DOGE, por sus siglas en inglés) no sorprendió a nadie que haya seguido con atención el carácter del magnate sudafricano ni la naturaleza volátil de su relación con el poder político. Que Musk haya elegido despedirse con una crítica directa a Donald Trump y al paquete de gasto aprobado por los republicanos en la Cámara de Representantes no solo era previsible: era inevitable. Lo verdaderamente sorprendente es que la ruptura no haya sido más estruendosa.
Desde el principio, la colaboración entre Musk y la administración republicana fue un experimento incómodo. Trump buscaba imprimirle a su gestión un aire de innovación tecnocrática y pragmatismo empresarial —al menos en lo simbólico— mientras Musk pretendía usar su fama como genio excéntrico para moldear una burocracia tradicional a su imagen y semejanza. Era una alianza sostenida con alfileres, en la que el mutuo beneficio mediático pesaba más que la compatibilidad ideológica.
La figura de Musk como Empleado Especial del Gobierno no respondía a un plan de Estado, sino al culto de la personalidad. Se trató de un cargo ad hoc, con un límite de 130 días por año, creado más para la foto y la narrativa que para una transformación institucional. Musk aceptó el reto con la promesa de reducir el gasto innecesario del gobierno, pero rápidamente se enfrentó a la realidad: Washington no es Silicon Valley.
Durante sus primeros meses, Musk declaró haber trabajado casi todos los días en D.C., descuidando sus empresas y exponiéndose a presiones por todos los frentes. Tesla perdió terreno, sus inversionistas se impacientaron, y su reputación —tan cuidadosamente tejida como disruptor global— comenzó a erosionarse. Por si fuera poco, las demandas legales por presuntas violaciones a leyes federales durante su paso por el DOGE comenzaron a acumularse. El precio de jugar a la política era demasiado alto incluso para alguien acostumbrado a desafiar normas y expectativas.
La gota que derramó el vaso fue la aprobación del “One Big Beautiful Bill Act”, una ley impulsada por Trump y respaldada por los suyos en el Congreso, que aumentará el déficit en 3,800 millones de dólares hacia 2034. Musk, que había hecho de la austeridad fiscal una bandera, no pudo digerir la contradicción. Su declaración fue tajante: “Una ley puede ser grande o puede ser hermosa, pero no creo que pueda ser ambas cosas”. Y con eso, se selló su distanciamiento.
Resulta y resalta a primera vista, que la crítica puede parecer menor porque una simple discrepancia presupuestaria. Pero en la lógica del poder —y del ego—, fue una desautorización pública del presidente que lo había apadrinado. Trump, que no tolera la disidencia en su círculo cercano, seguramente tomó nota. La oficina que Musk mantendrá en la Casa Blanca parece más un gesto simbólico que un puente operativo. El vínculo político está roto.
La historia recordará esta colaboración como un intento fallido de fusionar el mundo del emprendimiento hipermediático con el aparato gubernamental tradicional. Musk no es, ni nunca fue, un tecnócrata institucional. Su poder está en los márgenes, en la disrupción, en el caos controlado. El DOGE fue una jaula dorada que terminó por oxidarse demasiado rápido.
Y es que ahora Musk regresa a lo suyo, eso dice. Va a Tesla, SpaceX, xAI. Pero también vuelve con menos brillo, con más conflictos internos y con la presión de demostrar que aún puede liderar sin distraerse con aventuras políticas. La próxima vez que escuchemos hablar de un cargo público para Musk, es probable que venga con su nombre en la boleta electoral, no en la nómina del gobierno. Porque si algo ha dejado claro esta historia es que el empresario no sabe ser pieza de un engranaje: solo funciona cuando es el motor.
Por eso somos los rompenueces.
