La sirena que nadie quiere escuchar

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Pos, ¿qué creen? Nada resulta más inquietante que la coincidencia de dos potencias nucleares condenando un bombardeo y, en el mismo gesto, anunciando que reforzarán su maquinaria bélica. Eso ocurrió ayer, cuando Vladímir Putin y Xi Jinping denunciaron el ataque israelí sobre territorio iraní y calificaron la operación —ejecutada con la anuencia pasiva de Estados Unidos— como una violación flagrante del derecho internacional.

Y es que la nota habría pasado por un episodio más del interminable caos de Medio Oriente si no fuera por el mensaje que el presidente ruso deslizó horas después, desde la tribuna del Foro Económico Internacional de San Petersburgo: “Vamos a modernizar la infraestructura militar y a emplear los sistemas que han demostrado eficacia en combate”.

La advertencia se telegrafía en un momento delicado, porque Rusia todavía libra una guerra de desgaste en Ucrania; China, por su parte, observa con creciente desconfianza la presencia norteamericana en el Estrecho de Taiwán. Sumar un polvorín persa‑israelí encendido por un tercer actor —Washington— convierte el tablero geopolítico en una superficie tan frágil como un vaso de nitroglicerina.

Putin no habló al vacío, ya que recordó que el complejo industrial militar ruso “ha multiplicado las entregas” y enfatizó la alianza con “países amistosos” para producir armamento de manera conjunta. Tradúzcase: Moscú no sólo repondrá el arsenal consumido en Ucrania; lo perfeccionará con asistencia tecnológica de naciones que, dicho sea de paso, también censuraron el bombardeo israelí. Xi Jinping lo dejó claro al telefonear al líder ruso: mientras Israel continúe con su estrategia de fuerza, la región y, por extensión, el mundo entero, estarán en riesgo.

Aquí asoma la pregunta incómoda: ¿estamos ante los compases iniciales de una nueva guerra fría —con bloques definidos y armamento perfeccionado— o frente a la posibilidad de un estallido de magnitud mundial? Para quienes aún creen que se trata de retórica, basta repasar la historia reciente. Entre 2015 y 2019, Rusia ensayó en Siria misiles de crucero Kalibr y drones Orion; esos mismos sistemas se emplean hoy alrededor de Járkov. La práctica en “conflictos periféricos” antecede al uso en choques mayores.

Washington finge sorpresa, porque todos sabemos que la Casa Blanca avaló implícitamente el ataque de su aliado más cercano en Medio Oriente, subestimó la reacción de Moscú y Pekín, y calcula que el desgaste diplomático se resolverá en alguna mesa de la ONU. Pero el Consejo de Seguridad apenas funge de cronista impotente. Estados Unidos veta cualquier resolución que incomode a Israel; Rusia y China se mueven con igual cinismo cuando el asunto afecta a sus esferas de influencia. El multilateralismo cede terreno ante una lógica de vetos cruzados que paraliza la diplomacia.

Mientras tanto, el lenguaje adquiere tonos peligrosos: “peligro de rebelión”, “respuesta proporcional”, “derecho a la defensa”, expresiones que ocultan la realidad de sirenas activadas en varias capitales. Si Irán decide responder —y Teherán rara vez deja agravios sin contestar—, la conflagración regional será inevitable. Estados Unidos se verá arrastrado por los compromisos firmados con Tel Aviv. Rusia, que ya opera abiertamente en Siria y mantiene tropas en Armenia, aprovechará para expandir su zona de influencia bajo el pretexto de la mediación. China respaldará a su socio ruso con suministros y préstamos masivos de guerra. El círculo se cierra, pero no sobre Jerusalén ni sobre Teherán; se cierra sobre todos nosotros.

Algunos analistas intentan consolarse con la idea de la “disuasión nuclear mutua”. Sin embargo, la historia demuestra que los errores de cálculo abundan cuando múltiples actores presumen superioridad tecnológica. Cada modernización de misiles, cada doctrina de respuesta rápida, cada dron con inteligencia artificial agrega capas de imprevisibilidad. Una chispa mal interpretada puede ser suficiente para detonar una cadena de acontecimientos irreversibles.

Hoy, los titulares señalan a Israel como detonante directo y a Estados Unidos como cómplice necesario. Ambos gobiernos han ignorado llamados a la moderación. Pero es la reacción de Moscú y Pekín la que amplifica la gravedad: su condena viene acompañada de una carrera armamentista explícita. Y aunque el Kremlin hable de “cooperación con países amistosos” y la Cancillería china invoque la paz, en los sótanos de sus complejos militares se afinan motores de misiles hipersónicos.

No pretendemos caer en alarmismos gratuitos, sin embargo, cuando dos de las tres mayores potencias del planeta se declaran listas para “mejorar la capacidad de combate” mientras critican el uso de la fuerza ajena, debemos admitir que hemos entrado en un laberinto donde la coherencia perdió el mapa. Tal vez aún haya tiempo para apagar la mecha: eso exigirá un alto al fuego inmediato, supervisión internacional eficaz y, sobre todo, renunciar a la tentación de resolver viejos odios a golpe de bomba.

Si la humanidad fracasa en esa tarea, no hablaremos de una nueva guerra fría. Hablaremos —con la boca llena de polvo radiactivo— de la última guerra caliente. Porque ni Israel ni Estados Unidos ni Rusia ni China sobrevivirán indemnes a la escalada que ellos mismos alimentan. Y la catástrofe, como siempre, la pagarán quienes jamás fueron consultados: los civiles de Teherán, de Tel Aviv, de Kiev, de Taipei… y quizá los de su propia ciudad.

Por eso somos los rompenueces.

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