Pos en la turbulenta escena política de México, los cambios aprobados por la Cámara de Diputados, con el respaldo de Morena y sus aliados, son más que un simple ajuste a la Constitución: representan una herramienta para fortalecer la gobernabilidad y reducir la parálisis legislativa que, muchas veces, es causada con el único propósito de bloquear el avance del país. Con una votación de 343 votos a favor y 129 en contra, se ha dado luz verde a la llamada «supremacía constitucional», una reforma que modifica los artículos 105 y 107 de la Carta Magna. Esta reforma impide el uso del juicio de amparo contra adiciones o reformas constitucionales, anulando también controversias o acciones de inconstitucionalidad.
Para entender la relevancia de esta reforma, es importante reconocer cómo ciertos sectores políticos, con estrategias dilatorias y recursos legales, han obstaculizado reformas fundamentales. Desde la oposición, la narrativa ha sido la de una presunta dictadura en ciernes; sin embargo, esa interpretación ignora la naturaleza de la reforma y sus antecedentes en el artículo 61 de la Ley de Amparo. Esta modificación no tiene como fin eliminar los derechos ciudadanos ni establecer un autoritarismo, sino consolidar una gobernabilidad robusta que permita al país avanzar sin tener que enfrentar eternos bloqueos legales que se usan de manera estratégica para frenar cualquier cambio estructural.
Y es que la resistencia de la oposición en el Congreso, que ha calificado esta medida como «la muerte del estado de derecho», es comprensible desde el ámbito de una pugna política. Los diputados del PAN, por ejemplo, realizaron protestas simbólicas, vestidos de negro y con veladoras, denunciando la supuesta sepultura del estado de derecho. Estas manifestaciones, aunque vistosas, se quedan en el nivel superficial de la retórica. La reforma no elimina el juicio de amparo ni la controversia constitucional, como muchos de sus críticos sugieren. Lilia Aguilar Gil, diputada del Partido del Trabajo, lo dejó claro en tribuna al explicar que estos mecanismos permanecen intactos; la reforma simplemente impide que se utilicen para detener las reformas constitucionales aprobadas por la mayoría.
Este tipo de bloqueo ha sido, históricamente, una herramienta que la oposición utiliza para desgastar al partido en el poder, paralizando políticas públicas y reformas que son de interés nacional. Si bien el derecho a la protesta y a la disidencia es esencial en una democracia, la utilización del sistema judicial para provocar parálisis institucional va más allá de una simple defensa de principios democráticos; es una táctica de desgaste. El resultado es un país atrapado en un inmovilismo que retrasa la implementación de cambios urgentes, especialmente aquellos que buscan atacar problemas estructurales como la corrupción, la desigualdad, y la ineficiencia del sistema judicial.
Uno de los aspectos más polémicos de esta reforma es el artículo segundo transitorio, que establece que las disposiciones contenidas en el decreto se aplicarán de manera retroactiva a los casos en trámite. Esto significa que las inconformidades y amparos presentados hasta la fecha contra la reforma del Poder Judicial, y otros temas similares, quedarían sin efecto. La intención es clara: evitar que los cambios aprobados por la mayoría legislativa se detengan por tácticas dilatorias. Es un mensaje inequívoco de que la gobernabilidad y el respeto a la voluntad mayoritaria deben prevalecer sobre los intereses de pequeños grupos que intentan frenar el progreso nacional.
La oposición ha recurrido a comparaciones con la célebre película «La Ley de Herodes» de Luis Estrada, acusando a Morena de revivir prácticas autoritarias de los años de hegemonía priista. Pero esta comparación, lejos de ser justa, se convierte en un recurso fácil y sensacionalista. Morena y sus aliados no buscan imponer un autoritarismo; están adaptando las normas para que reflejen y respeten la voluntad de la mayoría de los ciudadanos que, a través de sus votos, eligieron un cambio profundo. El verdadero retroceso sería, en cambio, permitir que un pequeño grupo obstaculice indefinidamente la voluntad popular, manteniendo al país en un estancamiento constante.
Resulta y resalta que la gobernabilidad en un sistema democrático implica también un equilibrio de poderes y la posibilidad de que las reformas puedan implementarse sin obstáculos desproporcionados. La nueva disposición es, en el fondo, una apuesta por un México que pueda adaptarse y responder a los retos actuales, sin quedar preso de procesos interminables. Esto no significa anular los contrapesos ni restar importancia a los derechos constitucionales, sino optimizar los recursos legales para que sirvan a la ciudadanía en lugar de los intereses partidistas.
La decisión de enviar la reforma de inmediato a las legislaturas estatales subraya la urgencia que el partido mayoritario siente en consolidar este cambio antes de que la Suprema Corte de Justicia de la Nación tenga oportunidad de revisarlo. Morena quiere emitir la declaratoria de validez antes del jueves, lo que muestra su intención de garantizar que estas reformas no sean bloqueadas por un poder judicial que, en su perspectiva, a menudo se alinea con los intereses de la oposición para detener el avance de la agenda progresista.
Las palabras del panista José Manuel Hinojosa, quien lanzó un comentario soez desde la tribuna, evidencian una oposición enardecida pero incapaz de ofrecer argumentos sólidos que vayan más allá de la descalificación y el insulto. Esta falta de propuestas alternativas revela que el problema no es la supuesta «muerte del estado de derecho», sino el temor de la oposición a perder una de sus herramientas más efectivas para bloquear reformas estructurales.
La reforma sobre la «supremacía constitucional», pues, se presenta como una medida que, lejos de instaurar una dictadura, apunta a fortalecer la gobernabilidad y asegurar que los cambios aprobados democráticamente no sean desactivados por tácticas obstructivas. Los cambios son necesarios, y en un país que lucha por avanzar, la parálisis no es opción. México necesita reformas que se implementen con prontitud, y es responsabilidad del Congreso asegurar que los instrumentos legales no se conviertan en armas de bloqueo, sino en facilitadores de un país más justo y eficiente.