Pos, ¿qué creen? Cuando se habla de transparencia y buen gobierno, las adjudicaciones directas deberían ser la excepción, no la norma. Sin embargo, los datos revelados por la Auditoría Superior de la Federación (ASF) son alarmantes: en 2023, los gobiernos estatales y municipales asignaron el 85 % de los contratos de servicios y obras públicas sin pasar por un proceso de licitación pública. Esto equivale a que 21 mil 267 contratos, con un valor de 7 mil 929 millones de pesos, se otorgaron a discreción, sin competencia y sin garantizar el mejor uso de los recursos públicos.
La cifra es escandalosa porque demuestra que, en México, la opacidad sigue siendo una práctica común en la administración pública. Las adjudicaciones directas son una puerta abierta a la corrupción, al tráfico de influencias y a la falta de rendición de cuentas. Si bien en ciertos casos pueden estar justificadas —como en emergencias o situaciones excepcionales—, su uso generalizado es un síntoma de gobiernos que no quieren ser supervisados y que prefieren operar en la sombra.
Resulta y resalta que la falta de licitación pública no solo impacta la calidad de los servicios y las obras contratadas, sino que también mina la confianza de la ciudadanía en sus instituciones. La corrupción no se trata únicamente de un funcionario que se enriquece ilícitamente, sino de un sistema que permite el abuso del poder sin consecuencias. La asignación de contratos sin competencia limita las oportunidades para empresas que podrían ofrecer mejores condiciones y precios, lo que se traduce en sobrecostos y deficiencias en las obras públicas. En otras palabras, los ciudadanos terminan pagando más por servicios de menor calidad.
La ASF también reveló que el monto por aclarar en el gasto federalizado de 2023 asciende a 40 mil 801.6 millones de pesos, de los cuales 22 mil 797.6 millones corresponden a los gobiernos estatales. Estados como Baja California Sur, Morelos y Nayarit encabezan la lista de entidades con mayor cantidad de recursos pendientes por justificar. ¿Qué significa esto? Que hay miles de millones de pesos cuyo destino no está claro, lo que levanta sospechas sobre desvíos, malos manejos y posibles actos de corrupción.
Y es que muchos funcionarios justifican la adjudicación directa como un mecanismo necesario para agilizar procesos y evitar trabas burocráticas. Argumentan que las licitaciones son tardadas y que los tiempos de respuesta del gobierno deben ser más eficientes. Sin embargo, esta narrativa ignora que la transparencia y la eficiencia no son conceptos opuestos. Existen mecanismos como la mejora en la planeación de los proyectos y el uso de herramientas tecnológicas para optimizar los procesos sin sacrificar la rendición de cuentas.
Por otro lado, el hecho de que solo el 6 % de los contratos hayan pasado por un proceso de licitación pública es una clara señal de que los gobiernos estatales y municipales han optado por el camino más fácil, sin importar las consecuencias para la democracia. La pregunta es: ¿a quién beneficia realmente esta opacidad?
El abuso de las adjudicaciones directas no desaparecerá por sí solo. Se requiere una reforma estructural que imponga límites claros a su uso y que garantice sanciones efectivas para quienes las empleen de manera indebida. Es indispensable fortalecer a las instituciones encargadas de la fiscalización y dotarlas de mayores facultades para detectar irregularidades a tiempo.
Asimismo, la ciudadanía debe asumir un rol más activo en la vigilancia del gasto público. El acceso a la información es un derecho, y exigir cuentas a los gobiernos no es solo una responsabilidad de los organismos fiscalizadores, sino de todos los ciudadanos. La transparencia no debería ser un acto de buena voluntad de los gobernantes, sino una obligación ineludible.
Por eso somos los rompenueces.