En los últimos días, la reforma judicial ha generado un debate acalorado en la Suprema Corte de Justicia de la Nación, donde algunos ministros, como Juan Luis González Alcántara Carrancá, han expresado abiertamente su rechazo. Uno de los argumentos más llamativos y, en muchos sentidos, desconcertantes, es la idea de que «el pueblo se va a confundir» si se le otorga el poder de elegir a los jueces. Esta frase resume el profundo desprecio y subestimación que ciertos sectores de la élite judicial tienen hacia la ciudadanía, una postura que resulta inaceptable en un país que aspira a consolidarse como una verdadera democracia.
La reforma judicial propuesta tiene un propósito claro: democratizar el acceso al poder judicial, permitir que los ciudadanos tengan una voz en la elección de quienes, hasta ahora, han estado apartados de cualquier tipo de rendición de cuentas. Esta reforma abre la posibilidad de que el pueblo mexicano, en pleno ejercicio de sus derechos democráticos, decida sobre los jueces y magistrados que impartirán justicia en su nombre. Sin embargo, la reacción de algunos jueces y ministros ha sido de resistencia, utilizando el argumento de la «confusión» como una especie de cortina de humo para evitar una reforma que amenaza sus privilegios.
Resulta irónico, por decir lo menos, que aquellos encargados de proteger y velar por el cumplimiento de la Constitución, la misma que establece al pueblo como el soberano de la nación, ahora se erijan como una barrera frente a los derechos democráticos de los ciudadanos. Al argumentar que el pueblo no tiene la capacidad para tomar decisiones sobre quién debe impartir justicia, los ministros demuestran su desconfianza en la ciudadanía y su inclinación a perpetuar un sistema cerrado y elitista.
La respuesta puede encontrarse en el poder que estos jueces han ostentado por décadas, un poder que les permite tomar decisiones que afectan a toda la nación sin responder ante nadie. En su mundo, ellos son los expertos, los doctores en derecho que supuestamente saben mejor que el propio pueblo lo que es «bueno» para el país. La posibilidad de perder ese control absoluto, de tener que responder a las expectativas y demandas de los ciudadanos, parece ser la verdadera razón detrás de su oposición.
Permitir que el pueblo vote por sus jueces representa un cambio radical que otorgaría a los ciudadanos la capacidad de evaluar y decidir si un juez está realmente comprometido con la justicia o si responde a intereses personales o políticos. Pero, para algunos ministros, esto es un riesgo que no están dispuestos a correr, y su estrategia para evitarlo es pintar al pueblo como incapaz de discernir entre lo «correcto» y lo «incorrecto».
Es evidente que la reforma judicial es una herramienta de cambio que busca poner al poder judicial en manos de la ciudadanía. En un país donde la desconfianza en las instituciones es profunda, la democratización de la elección de jueces y magistrados podría ser un paso crucial para restaurar la fe en la justicia y asegurar que quienes ocupan estos cargos lo hagan con el respaldo del pueblo.
Algunos jueces han manifestado que esta reforma es «inconstitucional» porque «los partidos políticos no tienen personalidad jurídica para presentar amparos por cambios constitucionales». Sin embargo, más allá de los tecnicismos legales, el verdadero tema aquí es la voluntad popular. Los partidos pueden haber sido un vehículo para llevar la propuesta, pero la esencia de la reforma no es beneficiar a los partidos, sino empoderar a la ciudadanía para que participe activamente en el sistema de justicia.
Los detractores de la reforma parecen olvidar que la Constitución es un instrumento del pueblo, y que si este decide que los jueces deben ser electos democráticamente, entonces cualquier interpretación de la Carta Magna debe alinearse con esa voluntad. En su empeño por bloquear esta transformación, los jueces se están alineando en contra del espíritu democrático que debería guiar sus acciones.
Imaginemos un México donde el poder judicial realmente refleje la voluntad del pueblo, donde los jueces no sean figuras intocables alejadas de la realidad de sus conciudadanos, sino servidores públicos elegidos por y para la gente. Este es el México que se perfila con la reforma judicial, un país en el que la justicia ya no es un privilegio de unos cuantos, sino un derecho accesible y controlado por todos.
La resistencia de los ministros al cambio es un recordatorio de la necesidad de esta reforma. La democracia no se construye en un día, y el camino para alcanzar una verdadera representatividad en el poder judicial será largo y lleno de obstáculos. Sin embargo, cada paso en esta dirección representa una victoria para la ciudadanía, un avance hacia un sistema más transparente, justo y participativo.
En lugar de temer que el pueblo se confunda, los jueces deberían celebrar la oportunidad de acercarse a quienes verdaderamente deberían servir. Subestimar la capacidad del pueblo no solo es una falta de respeto, sino una muestra del desconexión de algunos jueces con la realidad. Porque, al final, un sistema que se basa en la confianza en su ciudadanía es un sistema fuerte, y es esta fuerza la que debería caracterizar a nuestra justicia.
La historia recordará este momento y la decisión de los ministros. Cuando el pueblo finalmente tenga el poder de elegir, sabremos quién estuvo del lado de la democracia y quién optó por preservar su propio privilegio. La reforma judicial no solo es una cuestión de legalidad, sino de legitimidad democrática, y en un país como México, donde la transformación es una necesidad urgente, esta reforma es un paso fundamental.