Pos, ¿qué creen? Algo se está rompiendo en los escenarios de México. No es un cable ni un amplificador, es un vínculo: ese que unía, sin cuestionamientos, a los músicos del regional mexicano con un público sediento de corridos bélicos, de himnos al narco, de baladas cargadas de sangre y dinero. Pero ahora, tras disturbios como los vividos en la Feria del Caballo en Texcoco, ese vínculo se tensa, se desgasta y, en algunos casos, se rompe bajo el peso de una exigencia social: basta de glorificar la violencia.
Luis R Conriquez, uno de los exponentes más populares del género, lo vivió en carne propia. En pleno concierto y ante miles de asistentes, anunció que no cantaría ninguno de sus narcocorridos. “Hoy me voy a poner romántico”, dijo, tratando de transitar de lo bélico a lo melódico con la suavidad de un cambio de tonalidad. El público no perdonó. Llovieron abucheos, vasos de cerveza, gritos de “¡corridos, corridos!” y, finalmente, la salida forzada del escenario. La violencia contenida en las canciones pareció volcarse, de forma paradójica, contra un artista que esta vez se negó a entonarla.
Los promotores, mientras tanto, hacen cuentas. No sólo las monetarias, sino también las políticas y sociales. ¿Cuánto les cuesta programar a un artista que, por cumplir con las nuevas sensibilidades colectivas, puede terminar envuelto en escándalo o violencia? ¿Qué tan rentable es apostar por los narcocorridos cuando la exigencia de la ciudadanía, especialmente en eventos públicos y ferias estatales, comienza a inclinarse hacia contenidos menos bélicos?
Y es que la presidenta Claudia Sheinbaum fue clara, o al menos diplomática: no están prohibidos, pero se busca promover otros contenidos, otros valores. Un eufemismo para decir lo obvio: no es censura, es presión social. No es represión, es pedagogía moral. Un llamado a la industria para que se reformule, para que le cante a otra cosa. ¿A qué? No lo sabemos todavía. ¿A las flores? ¿Al amor en tiempos de crimen organizado?
El problema es de fondo y es incómodo. Los narcocorridos no inventaron la violencia. La narraron. La adornaron. Le pusieron beat, ritmo, acordeón y bajo sexto. Le dieron nombre y rostro a los criminales que ya tenían el poder, pero no la banda sonora. Ahora, esa banda está siendo silenciada. No por decreto, como algunos temen o denuncian, sino por una mezcla volátil de consciencia colectiva, miedo institucional y cálculo político.
La indignación de los fanáticos, como los de Conriquez en Texcoco, también es real. Para ellos, los narcocorridos son identidad, rebeldía, una forma de contar la vida tal como es. Si el Estado no les ofrece seguridad ni justicia, al menos que no les arrebate sus canciones. Esa es la lógica de muchos. Lo que ignoran —o no quieren aceptar— es que esas canciones también son herramientas. Narrativas que perpetúan un sistema en el que ser sicario es más aspiracional que ser maestro, y en el que portar un cuerno de chivo parece más digno que portar un diploma.
Entonces, ¿qué hacemos con los narcocorridos? ¿Los prohibimos? ¿Los ignoramos? ¿Los reinventamos? ¿Los dejamos morir en la indiferencia de un público que, tal vez, algún día prefiera el romance a la metralla?
Por ahora, los promotores están optando por no arriesgar. Ya no es raro que, en contratos y rider técnicos, se incluya la cláusula “sin narcocorridos”. No es censura, insisten. Es prevención. Es cuidar el evento. Es evitar que se repita el caos de Texcoco. Y así, poco a poco, entre abucheos, controversia y vasos de cerveza volando, México empieza a cantarle a otra cosa. O al menos lo intenta.