Sheriff Woody se transforma con su postura desconcertante contra AMLO

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Pos el embajador de Estados Unidos en México, Ken Salazar, conocido entre los politicos mexicanos como Sheriff Woody, el personaje de la película animada Toy Story, ha pasado de ser un aliado diplomático que parecía apoyar, sin reparos, las políticas de seguridad del presidente Andrés Manuel López Obrador, a un crítico que amenaza con abrirle las puertas al intervencionismo estadounidense. Su cambio de postura no solo es desconcertante, sino que mina la credibilidad de sus propias declaraciones y, de paso, tensa las cuerdas ya gastadas de la diplomacia bilateral.

Durante el sexenio de López Obrador, Salazar se caracterizó por hablar de la llamada «buena relación» entre ambos países y reconocer los esfuerzos del gobierno mexicano en materia de seguridad. Sin embargo, ahora sorprende con una declaración que sugiere el uso de la fuerza militar estadounidense para enfrentar el narcotráfico en México. ¿Cómo se puede confiar en un diplomático cuya narrativa cambia tan radicalmente según las necesidades de su país?

Y es que la presidenta Claudia Sheinbaum fue tajante al señalar estas «disparidades» en las declaraciones de Salazar, afirmando que «México es un país independiente, soberano» y que no aceptará ningún tipo de subordinación. Con razón: un embajador que primero aplaude y luego ataca con insinuaciones intervencionistas no solo debilita las bases de una cooperación sólida, sino que también juega con la soberanía de México, un concepto que en el país no se toma a la ligera.

Sheinbaum también subrayó algo fundamental: México se coordina con Estados Unidos, como lo han hecho López Obrador y Joe Biden, en temas clave como tráfico de drogas y seguridad fronteriza. Pero esa coordinación no implica subordinación. Aquí es donde se destaca la diferencia entre ser socios y ser vasallos, una diferencia que Salazar parece olvidar cuando su discurso se convierte en un eco de quienes claman por la intervención.

Resulta y resalta que es importante recordar los antecedentes. Salazar ya había mostrado inconsistencias, como cuando opinó favorablemente sobre la reforma al Poder Judicial y luego dio un brusco giro, sugiriendo que dicha reforma sería desastrosa para México. Estas incongruencias no son menores; son indicativas de una diplomacia errática, que pone en juego la seriedad de las relaciones bilaterales. ¿Qué espera Salazar lograr con esta nueva postura? ¿Busca ganar puntos políticos en Washington a costa de la estabilidad de su relación con México?

La Cancillería mexicana, dirigida por Juan Ramón de la Fuente, ha respondido con firmeza, enviando una nota diplomática para expresar su inconformidad. Pero el asunto no se detiene ahí. La diplomacia requiere coherencia, y Salazar, con su inconsistencia, parece poner en peligro la confianza que, aunque frágil, ha sido fundamental para enfrentar retos conjuntos. México no es, ni debe ser, un peón en el tablero de la política de seguridad de Estados Unidos.

La relación entre México y Estados Unidos ha sido históricamente complicada, marcada por tensiones y desafíos. Sin embargo, la administración de López Obrador ha insistido en la importancia de un trato entre iguales. «Nos coordinamos, trabajamos juntos, pero no hay subordinación», reiteró Sheinbaum. Y esa es la línea que no se debe cruzar, no importa cuántos embajadores cambien su discurso de la noche a la mañana.

Los temas que ambos países comparten son muchos y complejos: familias que cruzan la frontera, comercio multimillonario, y problemas como el tráfico de armas y drogas. Pero también se comparten soluciones, y estas deben surgir del respeto mutuo. Ken Salazar debería recordar que la diplomacia no es un juego de conveniencia política, sino un compromiso de respeto a la soberanía de los pueblos. Su papel no es avivar las llamas del intervencionismo, sino contribuir a un diálogo que sirva a ambos países.

En un mundo donde la estabilidad es cada vez más escasa, lo que menos necesitamos son embajadores que jueguen a la política de dos caras. La soberanía no es negociable, y el respeto entre naciones es la única vía para resolver problemas comunes sin comprometer los principios que definen a un país independiente.

Por eso somos los rompenueces.

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