Pos, ¿qué creen? La política migratoria del expresidente Donald Trump no sólo fue una muestra de crueldad institucionalizada, sino un capítulo vergonzoso en la historia de las relaciones bilaterales entre México y Estados Unidos. Este fin de semana, nuevos actos de violencia en Los Ángeles reavivan la memoria de un modelo político que no ha desaparecido, sino que muta, se reproduce y amenaza con volver al poder envuelto en los mismos discursos de odio que lo llevaron a la Casa Blanca.
El envío de la Guardia Nacional por orden directa de Trump para contener a manifestantes en el Centro de Detención Metropolitano de Los Ángeles demuestra que la criminalización de los migrantes no era una aberración de su gobierno, sino una política de Estado que utilizó el miedo como herramienta de control social y político.
Durante los últimos días, los agentes del Servicio de Control de Inmigración y Aduanas (ICE) atacaron a la comunidad migrante mexicana en lo que parece una repetición perversa de las redadas masivas, la separación de familias y los centros de detención con condiciones inhumanas que marcaron su presidencia.
Lo alarmante es que estos hechos no ocurrieron en el pasado, sino en el presente, en un contexto en el que las comunidades latinas siguen siendo blanco de una violencia estructural alentada desde las esferas de poder. La llegada de 300 efectivos de la Guardia Nacional a Los Ángeles no es un gesto de orden, es una amenaza. No buscan proteger a la ciudadanía, buscan intimidarla. No responden al caos, lo provocan.
Y es que el silencio de ciertos sectores políticos en Estados Unidos y el cálculo de otros en México frente a estas agresiones resulta inquietante. Por eso resulta crucial el pronunciamiento del Colectivo de Federaciones y Organizaciones Mexicanas Migrantes en EU, quienes han exigido a la presidenta Claudia Sheinbaum, al canciller Juan Ramón de la Fuente, al embajador Esteban Moctezuma y al Congreso de la Unión que emitan una condena firme contra estos actos. Porque no se trata sólo de diplomacia, se trata de dignidad nacional. Cuando un gobierno extranjero convierte a nuestros migrantes en objetivos militares, lo que está en juego no es una cifra en las estadísticas migratorias, sino la vida misma de quienes sostienen con su trabajo el vínculo más profundo entre nuestros dos países.
Trump construyó su carrera política a partir del odio. Desde el infame discurso que lo catapultó como candidato en 2015, cuando llamó criminales a los mexicanos, su narrativa siempre buscó un enemigo útil que le permitiera canalizar la frustración social y económica de millones de estadounidenses. Convertir a los migrantes en chivos expiatorios fue su jugada más eficaz y destructiva. No importó la verdad, ni la justicia, ni el derecho internacional. Importó el aplauso fácil, la manipulación mediática, la promesa del muro y la creación de un «otro» al que se le podía patear, detener, encerrar o expulsar sin remordimientos.
Resulta y resalta que los hechos de Los Ángeles no pueden verse como incidentes aislados. Forman parte de una estrategia que persiste y que podría regresar con más fuerza si no se le enfrenta desde ahora. La indiferencia sería complicidad. Por eso urge una respuesta contundente del Estado mexicano. No basta con comunicados tibios ni con menciones diplomáticas de rutina. Es momento de revisar el papel de nuestra representación en Washington, de elevar la voz en foros internacionales y de convertir la protección consular en una política de Estado a la altura del desafío.
La violencia institucional contra las comunidades migrantes mexicanas no puede seguir tratándose como daño colateral. Es un crimen con responsables políticos y una herida abierta en el tejido binacional. Negarlo sería faltar a la memoria de quienes han sido arrestados, golpeados o deportados por el simple hecho de buscar una vida mejor. Recordar lo que significó Trump para los migrantes no es un ejercicio de nostalgia política, es una advertencia sobre el futuro. Porque el odio, cuando se deja correr sin consecuencias, siempre regresa con más fuerza.
Por eso somos los rompenueces.