Pos, ¿qué creen? Por momentos, la política migratoria de Donald Trump parece una caricatura del autoritarismo, pero los hechos rebasan la sátira y se instalan en la tragedia: detenciones arbitrarias, militarización de ciudades, redadas sin distinción y criminalización masiva del migrante como enemigo interno. Esta semana, desde Los Ángeles hasta Nueva York, lo que se ha presenciado no es una política pública, es una campaña de guerra con objetivos políticos.
Pareciera que Trump no se detendrá hasta que termine su mandato. Lejos de moderarse tras el fracaso de sus promesas iniciales —deportaciones masivas solo de criminales, la “reconquista” del orden en las ciudades santuario, y la construcción de un muro que nunca se completó—, ha decidido escalar la ofensiva. Lo que ocurrió en California no es un episodio aislado, sino la antesala de una estrategia nacional.
Y es que las redadas que comenzaron en los estacionamientos de Home Depot, en los alrededores de tiendas 7-Eleven o incluso en los tribunales de inmigración, no fueron diseñadas por funcionarios locales ni por cuerpos policiales autónomos. Fueron orquestadas directamente desde la Casa Blanca, bajo la mano de Stephen Miller, el cerebro detrás de la arquitectura xenófoba de esta administración. “Salgan y arresten”, instruyó Miller, como si dirigiera una fuerza de ocupación en lugar de un organismo civil.
Cuando llegaron las protestas en ciudades demócratas, el presidente no retrocedió. Al contrario, redobló la apuesta: más tropas, más detenciones, más insultos. Mandó marines y la Guardia Nacional a Los Ángeles, y justificó el despliegue con declaraciones incendiarias: “tenían armas”, “fue un caos planeado”, “son enemigos extranjeros”. Su retórica, cada vez más desconectada de la realidad y más cercana a los discursos fascistas del siglo XX, busca un enemigo claro, visible y útil para la polarización electoral.
Y en esa narrativa, México vuelve a ocupar el lugar central, porque para Trump, el migrante latinoamericano —especialmente el mexicano— no es un sujeto con derechos ni un trabajador esencial. Es un símbolo útil para generar miedo y adhesión. Es la excusa para militarizar, para dividir, para justificar la represión. Aunque no lo diga explícitamente, cada redada en el sur de California, cada mensaje contra las ciudades santuario, cada insulto a los manifestantes, lleva implícita una acusación contra nuestro país: ustedes son el origen de este “problema”.
Resulta y resalta que el problema, sin embargo, no está del lado mexicano, ya que el problema está en una Casa Blanca desesperada por recuperar relevancia política, por movilizar una base que se alimenta del odio y por desviar la atención de sus propios fracasos. Si Trump alguna vez prometió restaurar el orden, lo que hoy siembra es el caos. Un caos inducido, planificado y amplificado desde el poder presidencial.
Mientras miles de ciudadanos protestan pacíficamente en Estados Unidos contra estas medidas —en San Francisco, Nueva York, Portland o Dallas—, Trump se empecina en describirlos como una “invasión”. Cuando gobernadores como Gavin Newsom lo enfrentan, él responde como autócrata: militariza la respuesta, ignora las leyes, convierte una política migratoria fallida en un campo de batalla ideológico.
Trump ya no busca soluciones. Busca enemigos. Y parece haber decidido que México y los migrantes son el blanco perfecto. Su campaña para criminalizar a quien no tiene papeles, para desplegar fuerzas armadas en zonas civiles y para humillar públicamente a quienes se oponen, no acabará pronto. Si algo ha dejado claro, es que esta escalada no tiene freno mientras siga en el poder.
Queda la pregunta abierta: ¿hasta dónde está dispuesto a llegar? Porque si algo demuestra la historia reciente, es que los populismos autoritarios no tienen fondo. Lo que comenzó con un muro simbólico, hoy se convierte en persecución sistemática. La única esperanza de que esta guerra unilateral contra los migrantes y contra México termine es, tristemente, que termine también su presidencia. Mientras tanto, la resistencia sigue. Y también la dignidad.
Por eso somos los rompenueces.