Pos, ¿qué creen? Se supone que Estados Unidos, o al menos así lo presume en todos los foros internacionales, es el país de las libertades. Se jacta de ser la cuna moderna de la democracia, la referencia mundial de la libertad de expresión y el derecho a disentir. Pero lo que estamos viendo bajo la administración de Donald Trump es otra cosa: un proceso paulatino de imposición de un modelo autoritario, disfrazado de defensa del orden y la moral, que amenaza con socavar los mismos cimientos de esa democracia que tanto presume.
Primero fueron las amenazas de declarar a organizaciones de izquierda como terroristas, una medida que en cualquier otro país sería vista como persecución política, pero que en Estados Unidos intentan justificar bajo la lógica de “seguridad nacional”. Ahora, el golpe apunta directamente contra la prensa y la industria del entretenimiento, con advertencias claras a las cadenas de televisión que han osado ser críticas con la Casa Blanca.
Ansina que el caso más reciente es alarmante, porque el despido del comediante Jimmy Kimmel, empujado por presiones desde la propia Comisión Federal de Comunicaciones (FCC), encabezada por Brendan Carr, un funcionario designado por Trump. Las declaraciones del presidente fueron todavía más preocupantes: no solo celebró el cese, sino que insinuó que otros presentadores nocturnos, como Jimmy Fallon y Seth Meyers, podrían ser los siguientes. A su juicio, el hecho de que el 97 por ciento de la cobertura mediática sobre él sea “negativa” justifica revocar licencias de transmisión. Dicho de otra manera: si no hablan bien de mí, no merecen existir.
Esto nunca se había visto en Estados Unidos. Ni siquiera en los años oscuros del macartismo, cuando se persiguió a supuestos comunistas en todos los ámbitos de la vida cultural y política, hubo un presidente que de manera tan abierta exigiera la censura de voces críticas. Hoy, Trump no solo amenaza, sino que coloca a sus operadores en posiciones clave para ejecutar esas amenazas.
Los ejemplos se acumulan. CBS anunció hace unos meses que el programa de Stephen Colbert llegará a su fin, en medio de la sospecha de que la decisión estuvo ligada a sus críticas a un acuerdo legal entre Trump y la empresa matriz de la televisora. Brendan Carr, por su parte, reactivó viejas quejas federales contra ABC, NBC y la propia CBS, acusándolas de sesgo político. Y mientras tanto, Trump insiste en que quizá habría que revisar si esas televisoras merecen conservar sus licencias.
El senador Chris Murphy lo dijo sin andarse por las ramas: esto es “el formato estándar de cualquier déspota en ciernes”. Porque lo que está en juego no es un debate sobre talento televisivo ni sobre sesgo mediático, sino el principio básico de la libertad de prensa. Si desde la presidencia se usa el aparato del Estado para intimidar, castigar o silenciar a los críticos, el resultado ya no es democracia: es dictadura.
La Unión Estadunidense por las Libertades Civiles lo expresó con claridad: “esto va más allá del macartismo”. Y es cierto. La era McCarthy se alimentó del miedo al comunismo; la era Trump se alimenta del culto a la personalidad. En ambos casos, las consecuencias son devastadoras: persecución política, autocensura y el deterioro de la confianza pública en las instituciones democráticas.
Y es que resulta irónico, pues, que Estados Unidos, siempre dispuesto a dar lecciones de democracia al mundo y a señalar con el dedo a otros gobiernos por supuestas violaciones a la libertad de expresión, hoy viva un retroceso tan evidente en su propio territorio. Lo que se está imponiendo no es la libertad que se predica en los manuales de civismo estadounidense, sino una versión renovada del autoritarismo, que ya no necesita de uniformes ni tanques para consolidarse: le basta con el control de las instituciones y la manipulación del miedo.
El caso Kimmel no es un episodio menor en la farándula política. Es un síntoma de algo más profundo: un presidente que se siente dueño de las libertades ajenas y que pretende moldear a su antojo el ecosistema mediático. La democracia estadounidense está frente a una encrucijada: defender su tradición de libertades o aceptar, sin resistencia, que el camino hacia la dictadura puede pavimentarse con aplausos y risas enlatadas.
Por eso somos los rompenueces.









