Pos, ¿qué creen? Durante años, la silla presidencial mexicana pareció tener grilletes en los pies. Mientras el mundo se debatía entre pandemias, guerras comerciales y crisis migratorias, desde Palacio Nacional se optó por mirar hacia adentro, como si México fuese una isla capaz de ignorar el oleaje de su vecindario. El expresidente López Obrador eligió gobernar desde el Zócalo, con la convicción —casi religiosa— de que los asuntos del exterior eran, en el mejor de los casos, secundarios. En ese contexto, América Latina se convirtió en un eco lejano y la diplomacia mexicana, en una flama tenue.
Pero ahora, con Claudia Sheinbaum, algo ha cambiado. No solo ha salido del país —dos veces en menos de un mes, lo cual ya es un récord simbólico frente a su antecesor—, sino que ha empezado a ejercer un liderazgo que llevaba tiempo huérfano en la región. Lo hizo con claridad, con energía y con esa mezcla entre firmeza ideológica y cortesía académica que la caracteriza.
Resulta y resalta que en la reciente cumbre de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (Celac), en Honduras, la presidenta mexicana propuso algo que suena a utopía pero que en el fondo es urgente: una cumbre regional por el bienestar económico. Habló de integración, de cooperación en ciencia y educación, de justicia social, de cadenas de suministro regionales para medicamentos y alimentos. Todo ello bajo una consigna sencilla pero poderosa: ninguna nación latinoamericana debe quedarse atrás.
Claudia no habló como quien improvisa frente a un micrófono. Llegó con una visión de futuro y una clara intención de tejer redes con los mandatarios de Colombia, Brasil, Uruguay y Guatemala, con quienes sostuvo reuniones bilaterales. Fue una escena inédita en los últimos seis años: México volviendo a actuar como articulador, no como observador; como líder natural, no como ermitaño receloso.
Y no fue solo el contenido lo que marcó la diferencia. También el tono. Sheinbaum no rehuyó los temas espinosos. Condenó el bloqueo a Cuba y Venezuela, cuestionó la criminalización de los migrantes y señaló, sin rodeos, que América Latina necesita unidad y solidaridad, no sanciones ni exclusiones. Habló con la dignidad de quien representa a un país que sabe que sus migrantes sostienen parte de la economía del norte, y con la convicción de quien entiende que las soluciones no vienen de Washington, sino de la cooperación regional.
Claro, los escépticos dirán que es retórica, que lo difícil será aterrizar esa integración en acuerdos tangibles. Tienen razón. Pero también es cierto que ninguna transformación empieza sin palabras. Y México llevaba años en silencio.
Y es que esta presidenta, que subió al avión de la Fuerza Aérea Mexicana para asistir a una cumbre donde solo una decena de mandatarios se dieron cita, lo hizo no para tomarse la foto, sino para proponer. Para asumir que el sur también importa, que América Latina no es solo un territorio de paso para la migración o un mercado para las exportaciones, sino una comunidad con potencial, con sueños compartidos y con cuentas pendientes que solo la unidad puede saldar.
Sheinbaum ha comenzado a trazar un nuevo mapa diplomático. Uno en el que México ya no se define por su cercanía con Estados Unidos, sino por su capacidad de mirar al sur con liderazgo, respeto y visión. Y eso, en estos tiempos de muros y discursos mezquinos, ya es una revolución.