Pos, ¿qué creen? En política exterior nada es casualidad, y menos si el interlocutor se llama Donald Trump. El arranque de las consultas sobre el Tratado entre México, Estados Unidos y Canadá (T-MEC) abre una etapa que no será sencilla para el gobierno de Claudia Sheinbaum. Más allá de las formalidades diplomáticas, lo que viene es una guerra de presiones, narrativas y aranceles que el magnate convertido en presidente sabe utilizar como armas de negociación.
Y es que Sheinbaum destacó con razón que estas consultas no son una ocurrencia, sino un paso legal previsto en el propio tratado y validado por los congresos de los tres países. Sin embargo, lo que la ley marca como una revisión técnica, Trump lo transformará en espectáculo político. Él entiende mejor que nadie que, en su lógica de poder, México es un adversario funcional: un enemigo cercano que rinde votos en la Florida y en Texas, donde cada discurso antimexicano cosecha aplausos entre los sectores más conservadores.
No es casual que el republicano haya iniciado ya con decisiones unilaterales, como la imposición de nuevos aranceles, que marcan el tono de la negociación. Este es apenas el preludio. Trump nunca ha ocultado su estilo: primero golpea, luego pide sentarse a la mesa. Su método es claro: crear una crisis y presentarse como el único capaz de resolverla. Frente a eso, México necesita inteligencia, firmeza y una estrategia que entienda que cada palabra lanzada desde Washington está pensada para alterar el equilibrio de la negociación.
El mensaje de Sheinbaum, al resaltar la coordinación tripartita, busca transmitir calma y certidumbre. Pero el escenario exige reconocer que la presión será descomunal. Trump no vendrá a conversar sobre comercio justo; su prioridad es consolidar su imagen de defensor de los trabajadores estadounidenses frente a la “competencia desleal mexicana”. Es decir, no discute economía: discute votos.
En ese contexto, temas como las condiciones laborales, los derechos sindicales o la migración no se abordarán con el ánimo de mejorar estándares, sino como herramientas de chantaje político. A Estados Unidos le interesa imponer narrativas: que México se lleva empleos, que contamina con su mano de obra barata, que se beneficia de un tratado supuestamente injusto. Y aunque esas frases carezcan de sustento, funcionarán como pretexto para tensar la cuerda y arrancar concesiones.
Resulta y resalta que El reto para México es enorme. La diplomacia no debe confundirse con sumisión. Si Trump eleva el tono, como es previsible, será indispensable recordar que el T-MEC no es un regalo de Washington, sino un acuerdo firmado en pie de igualdad, con beneficios mutuos. En cada mesa de trabajo, el equipo mexicano tendrá que remar contra el ruido mediático y el discurso xenófobo que, inevitablemente, acompañará cada etapa de la revisión.
A fin de cuentas, lo que está en juego no es sólo la economía, sino la dignidad de un país que no puede permitirse ser rehén de los caprichos electorales de su vecino. La presidenta Sheinbaum deberá navegar entre la presión externa y la necesidad interna de demostrar firmeza. Porque si algo está claro es que Trump no cede; impone. Y si algo debe quedar claro del lado mexicano es que negociar no significa arrodillarse.
El inicio de las consultas del T-MEC es apenas la apertura de un largo pulso. Trump ya mostró la primera carta: los aranceles. Habrá más. El reto será responder con inteligencia, sin caer en la trampa de la provocación y, sobre todo, sin olvidar que detrás de cada línea comercial se juega también el futuro político y social del país.









